La ciencia que se lee

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José A. Romero Tellaeche asumió la dirección del Centro de Investigación y Docencia Económicas con un objetivo: que al concluir su mandato el CIDE quede como Cartago después de la tercera guerra púnica. 

Cuestionado sobre esta peculiar forma de dirigir una institución, Romero se agarra de lo que puede, el argumento de utilidad social: la producción científica del CIDE se publica en artículos que nadie lee y no benefician al pueblo. No es un tipo muy creativo, y no hace más que repetir el discurso de María Elena Álvarez-Buylla, directora del Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnologías (Conahcyt), que desde el inicio de su gestión dejó claro sus ideas sobre el sector de ciencia y tecnología al culpar a la comunidad científica de no haber reducido la pobreza del país.

Es muy curioso cómo ven los neoluditas de la 4T el conocimiento especializado. Bajo el criterio de Romero, Luis Pazos, el gurú del neoliberalismo de los 90s, tendría que ser el máximo exponente de las ciencias sociales mexicanas, pues sus libros eran tan leídos que le traían a su editorial, Diana, mayores ingresos que los generados por las novelas de García Márquez. En cambio, son pocas las personas capaces de entender los artículos en los que Andrew Wiles demostró el Teorema de Fermat.

Más aún, me imagino que pocas personas salieron de la pobreza al saberse con certeza que no existen enteros positivos a, b y c para los que se satisface an+bn=cn si n es un entero mayor a 2. Pero así no funcionan las cosas. Pensemos en el otro extremo. Casi todo el mundo que odia a la economía neoclásica (o sea, casi todo el mundo) cae rendido a los pies de la economía conductual. De este enfoque se siguen prescripciones de política con resultados de innegable valor práctico, como el incremento en el pago voluntario de impuestos o la donación de riñones, la reducción del consumo de alcohol en adolescentes y la minimización de salpicadera en los mingitorios de varones (lo que a su vez impacta en la reducción considerable de agua usada en la limpieza, por si acaso).

Ahora, la economía conductual tiene sus orígenes en los estudios en psicología de Daniel Kahneman y Amos Tversky, cuyo hallazgo seminal es que los agentes en situaciones de riesgo no maximizan la utilidad esperada, sino el valor del prospecto. Difícilmente material de bestseller, para que esta última afirmación nos haga sentido es necesario tener conocimientos de probabilidad, cálculo y microeconomía. Es decir, el tipo de conocimientos especializados que en la retórica oficial tienen un carácter “elitista”. Sin embargo, como sus aplicaciones de política no son autoevidentes, esta actitud de rechazo inicial habría impedido los desarrollos posteriores: piense usted en todos esos adolescentes borrachos que no le atinan al mingitorio.

Un ejemplo que nos es más cercano está dado por el trabajo de Francisco Cantú, uno de los politólogos mexicanos más brillantes y lamentablemente fallecido hace apenas unas semanas. Aplicando técnicas de inteligencia artificial al análisis de las actas de la elección presidencial de 1988, encontró que alrededor de una tercera parte del total fueron alteradas en forma descarada. Es, al día de hoy, la evidencia más sólida del fraude realizado en esa elección. Este hallazgo no sólo tiene un enorme valor histórico, sino que es el resultado de una técnica que se puede aplicar para valorar la existencia de fraude en todo tipo de elecciones cuestionadas. La relevancia práctica de esto es innegable.

El hallazgo, publicado en 2019 por la American Political Science Review, pasó desapercibido fuera de las y los cientistas de la política. Y estos nos devuelve al tema de las revistas que nadie lee. Esas revistas son los medios por los que se comunican las comunidades científicas debido a la (relativa) garantía que ofrece la revisión ciega por pares. Son productos de especialistas dirigidos a sus colegas. Nadie le reprocharía a Einstein que haya publicado en los Annalen der Physik los célebres artículos que escribió en 1905. Son obras de gran relevancia que revolucionaron la física, pero que para la mayoría de nosotros son indescifrables.

Es innegable la importancia de que los avances científicos sean conocidos por la población más amplia. Pero esto requiere de habilidades distintas a las necesarias para producir conocimiento o formar especialistas. La traducción del lenguaje técnico al lenguaje común es lo que hace la divulgación de la ciencia. Aunque hay gente con las capacidades para trabajar en ambas pistas (Einstein era un divulgador supremo), el caso es que se trata de tareas distintas, que se evalúan de forma diferente.

El trabajo científico se produce para un público muy restringido que cuenta con el entrenamiento necesario para comprender el contenido y valorar la relevancia de tales textos. Estos documentos aspiran a comunicar hallazgos a los que la comunidad de especialistas reconozca el valor de contribución al conocimiento. Incluso un trabajo de gran relevancia social como el de Claudia Goldin sólo saldrá de los espacios académicos gracias al reconocimiento recientemente obtenido con el Nobel de Economía.

Por otro lado, la divulgación no busca persuadir a un grupo de iniciados. Al contrario, su objetivo es poner al alcance del público más amplio posible lo más relevante del conocimiento científico. A menos que vuelva yo a nacer unas 15 o 20 veces, es prácticamente seguro que yo, como miles de millones de personas, jamás leeré un trabajo de Niels Bohr. Eso no hace menos relevante su contribución. Pero si me entra la curiosidad, puedo leer Quantum Theory de John Polkinghorne, publicado en la colección “Very Short Introductions” de Oxford. El éxito de esta obra en su objetivo de divulgación está representado por ocupar la muy decente posición 67,785 en la lista de ventas de Amazon (Justicia Social Injusta, de Luis Pazos, ocupa la posición 2,094,283).

Entonces, no sería mala idea que las autoridades responsables del sector de ciencia y tecnología comenzaran a distinguir la producción científica de la divulgación de la ciencia. Pero dichas autoridades no sólo esperan que los y las cientistas seamos divulgadores. También esperan que tengamos poder político. De esto hablaré en mi próxima columna.

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