Hasta que ya no

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Al parecer soy la diana predilecta de la infidelidad. Eso o un día miré feo a Cupido y decidió vengarse enviándome flechas envenenadas con mentiras hasta saciar su ego sádico.

La segunda vez que me pusieron el cuerno me enteré una mañana de lunes por una imprudencia de mi ex. No hice mayor drama. No hubo gritos a través de la bocina del teléfono ni lloré desesperada preguntándole por qué lo había hecho. Esa vez lo esperé en casa por horas, respirando hondo y profundo, dándome miles de argumentos a favor de continuar con el matrimonio, como la bonita casa en la que vivíamos, los viajes a Europa, la tranquilidad económica. La verdad es que eran puros pretextos para continuar en esa felicidad mediocre, por puro miedo a asumir el riesgo de equivocarme al abandonarlo. 

Mi argumento más sólido era el del amor: si amas realmente a alguien es porque conoces lo que puede hacerlo la mejor o la peor persona del mundo y aun así decides quedarte. Él era un hombre maravilloso en todos los sentidos, nada más con el pequeño defecto de ser “sexosociable”.

Aunque, en realidad, esa mañana comencé a irme. Fui confeccionando el duelo costura por costura, me acostumbré a trenzarlo con la vida cotidiana. Seguro algunas miradas perdidas me habrían podido delatar si él me hubiera puesto la atención suficiente, todavía no entendía que si decidió incorporarme al paisaje, como si fuera yo un mueble más de la estancia o una extensión de su mano al caminar por la calle, o si mis solicitudes de detalles, de afecto, de seducción eran recibidas con enojo e indiferencia, significaba un interés en mí muy distinto al del amor.

Al preguntarme si aún lo quería era fácil responder con un “sí” rotundo, claro que lo amaba, por eso, en medio de ese duelo adelantado, se me escapaba alguna lágrima o algún suspiro; nada suficiente como para decidirme a ponerle pausa. Empecé a omitir información acerca de mis sentimientos, lo cual no era lo mismo que mentirle, o si acaso eran mentiras piadosas, como esas que él me dijo tantas veces para teñir sus canas al aire del color de la certeza y así mantenerme contenta en mi burbuja de cristal.

Pasó el tiempo hasta llegar el día D, el instante en que tomé papel y tinta y al fin pude estructurar una despedida objetiva y argumentada, con momentos de drama y sí, algo de manipulación, si soy franca.

A él le tomó por sorpresa. Era lógico: no estaba acostumbrado a las mujeres que nos amamos; todas sus anteriores parejas fueron unas “locas”, “obsesionadas con él” que él cambiaba por un modelo más dócil incluso antes de terminar la relación anterior. Esta vez fue diferente. En ese momento él empezó un duelo sin cimientos, preguntándose en qué momento me volví así de segura y decidida, si dependía tanto de él; en qué momento reuní la fuerza suficiente o la dinamita necesaria para explotar la rutina.

Él era sublime y también terrible. Algunos días era yo la mejor compañera de la historia, la mujer de sus sueños; me besaba, me hacía el amor, me escuchaba con atención y me hacía sentir muy amada, y otros días me trataba con indiferencia, se abstraía en el celular mientras yo le contaba algo, hablaba de viajes que habíamos hecho juntos como si hubiera ido solo y me hacía sentir la persona menos importante del mundo.

¿Por qué alguien cree que te vas a quedar con él, corazón roto tras corazón roto? ¿Por qué cree que vas a aguantar el caso omiso a tus emociones?

Cada vez que me entraba esa ansiedad terrible de pensar qué había hecho para provocarle esos cambios de humor me miraba en cualquier reflejo disponible y me decía a mí misma: “Mónica, sé libre”. 

Ahora sé que el mantra funcionó. Trabajé por años conmigo para llegar a este punto del camino, a esta certeza. La atención intermitente genera adicción y te lleva a un estado de vulnerabilidad insostenible, cada vez más profundo, te engancha a quien provoca esa adrenalina dolorosa al punto de que es muy difícil, o imposible, de dejar.

Hasta que ya no.

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