Pecados capitales

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Hablemos de pecados. Sí. De pecados ricos, aquellas resoluciones que tomamos y que contradicen la moral impuesta por religiones, políticos y otros grupos sociales amantes del control y de la culpa.

Entiendo la necesidad de poner orden en la muy deficiente autorregulación humana; entiendo la importancia de las reglas de convivencia, indispensables para poder cohabitar en el mundo: si cada quién hiciera lo que se le da la gana, en un concepto mal entendido de la libertad, sería imposible salir a la calle, funcionar como colectividad; pero de ahí, a que aquellas reglas interfieran en aquello que sucede a puertas cerradas, en la intimidad de nuestra entrepierna o de nuestras emociones, hay un trecho enorme. 

¿Qué necesidad de meterse con los placeres, cuando no obstaculizan el bienestar ajeno? Como escribió Michel Onfray en La fuerza de existir, palabras con las que estoy de acuerdo sin dudar: “Goza y haz gozar, sin hacer daño a nadie ni a ti mismo: esa es la moral”.

Los pecados capitales suelen castigar y crear culpa hacia lo más placentero de la experiencia personal, como con la gula, la lujuria, la pereza y la avaricia. ¿A quién no le gusta disfrutar de su comida favorita, paladear su sabor, textura y temperatura antes de tragarla? 

¿Quién preferiría hacer el amor por mero trámite, perdiéndose del deleite del cuerpo ajeno, de sus olores, del recuerdo del gesto en el orgasmo de la persona amada? ¿Quién no ha necesitado días enteros para recuperarse del trabajo, las aventuras, de la utilización plena de la piel y el intelecto? ¿Quién no ha celebrado logros importantes, sabiendo que desea más y más y más, porque la satisfacción del éxito construye un futuro promisorio y un pasado jubiloso de recordar? ¿Qué necesidad de limitar la felicidad de la interacción de nuestro cuerpo con el entorno?

A los otros pecados capitales: soberbia, envidia e ira, además de hacerlos punitivos y culposos, también se les otorga una carga tan negativa que elimina la posibilidad de conocer sus alcances hasta el punto de poder manejarlos; estoy convencida de que al reconocer la maldad en sí mismo, el ser humano se acerca más a la pureza. 

Limitar nuestro contacto con ellos mediante el miedo solo nos lleva a vivir por inercia, y no hay nada más desgastante y degradante que existir dejando que las circunstancias u otras personas sean quienes tomen las decisiones: “El destino suele estar a la vuelta de la esquina. Como si fuese un chorizo, una furcia o un vendedor de lotería: sus tres encarnaciones más socorridas. Pero lo que no hace es visitas a domicilio. Hay que ir a por él”, Carlos Ruiz Zafón.

Por eso hoy propongo pecar con conciencia, con conocimiento de causa, con descaro, con la responsabilidad que otorga elegir con libertad y es la verdadera medida de nuestra experiencia humana. Hoy propongo rebelarse ante el control externo de las emociones, de los sentimientos, del instinto, dejar de lado miedos heredados para hacer del paso por los días un trayecto resplandeciente.

“… quizás lo que estaba haciendo acabaría conmigo, pero esos momentos durarían eternamente,” Junichirô Tanizaki, La llave.

¡Qué deliciosos son los pecados!

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