Sin tanta cosa

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Hace unos días en la sección “nadie nos preguntó” de La Burra Arisca -el podcast que co-conduzco- hablé de mis últimas vacaciones en un lugar aislado del mundo, en medio de la nada, y de la falta que hace regresar al palitos uno del descanso y pasar tiempo en familia sin tanta producción.

Cuando yo era chica (en la prehistoria y cuando nadie sabía dónde era eso) mis abuelos compraron una casa en Valle de Bravo a donde fuimos ¡por años!  prácticamente todos los fines de semana.

No había nada más que la casa y un jardín gigantesco. No había alberca. Ni jacuzzi. Ni motos. Ni carritos. Ni toboganes. Ni lanchas. Ni nada. Jamás hubo tele y miren que mi abuela era adicta a la tele, pero en Valle no había porque se trataba, según mi abuelo, de ir a descansar y “hacer otras cosas”. Se instaló una línea de teléfono cuando después de una emergencia médica se decidió que “mejor sí” pero, antes de eso, solo si era imperativo, ibas al club de golf a hablar (pagando tu llamada) o hablaban ahí y te dejaban recado.

Los eventos muuuy importantes se transmitían en la tele del club, como el final de Cuna de Lobos que sin duda rompió récord en cuestión de asistencia porque Avándaro completo estaba ahí apeñuscado sufriendo con las maldades de Catalina Creel.

Las vacaciones consistían en desayuno en la terraza todos en pijama, una actividad mañanera: excursión o paseo y ya en el colmo de la buena fortuna ida a nadar a casa de amigos de mis abuelos (que invitaban de 12 a 2 e incluían un aperitivo), comida casera, tarde libre para explorar, jugar, o aburrirte y rematar el día junto a la chimenea leyendo, jugando a algo, viendo a mi abuelo hacer tapicería y a mi abuela despelucar a cualquier contrincante en el Scrabble, cena, dormir y al día siguiente repetir.

Rarísimo que lleváramos amigos. Rarísimo que saliéramos. Eran otros tiempos y ni el wifi ni el tren del mame, ni la posadera, ni la civilización habían llegado a nuestras vidas campiranas y si bien lo de ahora tiene varias cosas positivas, me parece que también hay varias que podríamos mandar a la chingada.

Y es que, lo que comentaba en ese video, es que se nos ha olvidado enseñarles a nuestros hijos a estar en paz y a nosotros recordar que nuestro papel no es tenerlos entretenidos todo el tiempo.

Nos angustia que se traumen por cualquier cosa, que se aburran, que se “queden fuera” de los planes y, ¿les digo una cosa?, que lejos de traumarse cuando no obtienen lo que quieren, desarrollan tolerancia a la frustración. Que en la aburrición se encuentra la imaginación. Y que quedarse fuera, en realidad, nunca es tan grave y a veces es una bendición.

Las vacaciones se han vuelto jornadas absolutamente frenéticas en donde tenemos que tener cronometradas todas las horas del día y que incluso si estás en una casa fabulosa con todos los gadgets de la Tierra, a los escuincles de ahora nada les parece suficiente. Se aburren. Pobres. Tienen que salir. Ir por un helado. Por el té. A dar la vuelta. A ver y que los vean y créanme que entiendo que es la época en donde todos quieren eso: ver y que los vean, pero también es la época de aprender a estar y que a veces la respuesta sea simplemente: no.

¿Por qué y a qué hora nos hicimos esclavos de los hijos?

¿Cuándo les desactivamos el chip de aprender a disfrutar el momento presente y simplemente estar y ver qué hacen con lo que hay?  O, mejor dicho,  ¿por qué dejamos de activárselos?

Pensando en qué hacían mis papás distinto y quitando el tema de la posadera actual, deduzco que mis papás y los adultos presentes en esas vacaciones, efectivamente se dedicaban a descansar, pero también se ocupaban muchísimo de nosotros.

Nos leían cuentos. Eran nuestros comensales de pasteles de lodo con flores. Compraban en nuestra tiendita los tesoros encontrados o creados. Jugábamos todos los juegos posibles de mesa. Veían nuestros legendarios shows. Y nos enseñaban (o intentaban) sus hobbies: mi tío Phillippe la guitarra, mi abuela virtuosa de las agujas, los arreglos florales y la cocina: a tejer (que nunca me salió), a cocinar y a cortar y poner flores (cosas que cada vez que hago, hago pensando en ella), mi tía Isa la reina de los bichos y la biología era una gran compañera de jardín, mi tía Carole fue sin saberlo mi coach principal de cómo encargarse de un bebé (sin matarlo en el intento) permitiéndonos bañar, cambiar y alimentar a mis primos cuando nosotras éramos también unos bebés, mi papá a prender la chimenea (gran graaan contribución en mi vida) y a manejar en las callecitas y terracerías y mi abuelo nos enseñó a observar y gozar la vida.

En general, lo que sucedía es que los adultos pasaban tiempo con los niños así, sin grandes producciones.

Jugábamos. Platicábamos. Cantábamos. Todo siempre acompañado de la reproductora de casettes de mi abuelo y su maletín de piel portátil (que era su mayor tesoro) lleno de Vivaldi, Mozart, Beethoven, Bach y todos sus secuaces. Se discutía. Se hablaba. Se hacía nada y se peleaba a muerte por el mejor lugar de toda la casa que era el piso frente a la chimenea.

No me acuerdo de haberme sentido aburrida, de chica siempre había algo que hacer, algo que inventar, alguien con quién jugar y, por supuesto, mi hermana para pelear o confabular. Aburrirse no era ni siquiera un concepto porque no había comparación, eso era lo que había y ahí era donde estábamos. Y ya.

En Valle descubrí los libros y me hice adicta. Me salvaban y  me abrían las puertas del mundo (y lo siguen haciendo). Evidentemente, me empezó también a pesar ir todos los fines con mis papás y abuelos, los pubertos siempre hemos sido pubertos y los síntomas siempre han sido los mismos, lo único que ha cambiado son los remedios que como papás hemos aplicado a la adolescencia de los hijos y me parece que eso es una tragedia gigantesca.

Porque en el afán de tenerlos permanentemente ocupados los hemos atascado de cosas, de actividades, de requisitos sociales y comerciales que la mayoría de las veces ni siquiera nos piden, y los hemos abandonado a las pantallitas sin ninguna regulación en lo que nosotros nos abandonamos a las nuestras y lo hacemos por dos razones: para que no vayan a decir que nosotros no tenemos (porque qué oso) y para no tenernos que ocupar de ellos (porque qué hueva).

Que quede absolutamente claro que no tengo nada en contra de las casas llenas de props y actividades. Cada quién es libre de hacer lo que quiera y efectivamente si se usan pueden ser una gozadera. Lo que me para los pelos es cuantas veces todo eso no es suficiente y los chamacos lejos de gozar el paraíso en el que están… quieren irse a otro lado y nosotros, incautos, caemos. Los llevamos. Les pagamos. Les seguimos el ritmo y nos convertimos en su uber y su cajero estando a merced de sus eventos y sus planes sin aprender a decir no. Hoy no compramos. Hoy nos quedamos aquí. Hoy no hay invitados.

A favor de que cada quién haga con su dinero lo que quiera y muy respetable la necesidad de cada uno de tener más, o menos, pero me parece urgente considerar que las vacaciones pueden ser para descansar, que tenemos derecho a decir que no y la enorme responsabilidad de hacerlo mejor en cuanto al tiempo que estamos pasando realmente con ellos sin tanta parafernalia alrededor.

Pero el punto más importante que quiero hacer es comprender que si acostumbramos a nuestros hijos a que las vacaciones sean como una ida a Disney perpetua con 20 planes cada día y un séquito permanente alrededor, no solo nos estamos balanceando nuestro propio descanso (y la cartera) sino que les estamos enseñando a necesitar cosas, personas y actividades permanentes para estar contentos y arrebatándoles la posibilidad de aprender a estar bien con menos y sentirse felices sin tanta cosa.

No sé a ustedes, pero a mi me parece que si algo necesita uno en la vida adulta es, precisamente, aprender a estar en paz y poder estar feliz con lo que hay, cuando hay y como hay y no estar condicionando la felicidad a lo externo y a los demás.

Los comentarios en el video en cuestión fueron todos similares, todos nostálgicos en cuanto a ¡qué padre era antes!  y ¡qué nefasto es ahora! y yo me pregunto… ¿y qué esperan papás y mamáses?

La decisión está en ustedes, en nosotros, los adultos responsables a cargo de estas personitas que podemos  (y debemos) elegir el tipo de plan que queremos cada vez y encargarnos de que así sea.

Yo lo que les puedo decir es que los mejores recuerdos de mi infancia son en esa casa que sigo soñando recurrentemente y donde nos veo a todos ahí, sin tanta cosa.

Si quieren ver el dichoso video, píquenle aquí. 

Otro título de la autora: Hacerle a la ma… má (o el infierno de las fiestecitas infantiles)

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