Homenaje a una mujer comunista

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Muere Graciela Monroy Becerril

“Íbamos corriendo, escuché disparos. Me di la vuelta y un camarada cayó casi encima de mi”.  Era 1 de mayo. Un jueves de 1952. Graciela Monroy Becerril era entonces una jovencita de 24 años. Menuda y morena, formaba parte de alguna de las células que operaban a la sombra del Partido Comunista de México. Clandestinas. Perseguidas. Y así solía recordar ese momento de la historia.

Aún faltaba más de un año para que el gobierno mexicano reconociera el derecho de las mujeres a votar, pero eso no le importaba a esta luchadora, la sexta de diez hermanos: Sabas, Enrique, Isaías, Guillermo, Dolores, Graciela, Raúl, Ofelia, Teresa y Marcela.

Su hermano Guillermo ya era un cuadro, joven, pero reconocido en las filas del comunismo mexicano. Pintor, había tejido relaciones con y a partir de sus maestros: Frida Kahlo y Diego Rivera.

Él acercó a sus hermanas Dolores y Graciela a la pareja de pintores y a la militancia comunista. La célula de estas mujeres se dedicaba a luchar para dignificar los espacios de las vecindades del centro de la capital mexicana. Ellas mismas habían crecido en una de estas, en la calle de Mosqueta.

Graciela y Dolores cantaban. Y cantaban muy bien. Alguna vez ganaron un concurso en la radio mexicana. De premio les dieron unos calcetines. Cantaban tan bien, que llegaron a hacerlo en alguna fiesta organizada por Frida y Diego. La relación con este último y Graciela, trascendió al arte.

En aquel 1952, el Partido Comunista mexicano movilizó a sus cuadros para protestar en contra de la guerra que ensangrentaba Corea. Exigían que se retirara el ejército de Estados Unidos de la península. Como parte de esa movilización, Graciela repartió incansablemente volantes informando de las atrocidades que ocurrían en esa zona del mundo.

Fue gracias a ello, que Diego Rivera la eligió para ser la figura central de un mítico mural desmontable: “Pesadilla de Guerra, Sueño de Paz”, que desapareció del Palacio de Bellas Artes 15 días después de que se exhibiera por primera vez. Hasta la fecha, nadie sabe dónde está.

Graciela Monroy fue una luchadora social, feminista y comunista en tiempos en los que ser todo eso le podía costar la vida a cualquiera. Hombre o mujer. Ella vio morir compañeros, como ese 1 de mayo en que la represión de la policía y el ejército mató a un joven estudiante del Instituto Politécnico Nacional, de 18 años, de nombre Luis Morales. Un policía le perforó el estómago con una bala porque el muchacho, militante comunista también, trataba de defender a su madre de una golpiza que le estaban dando los granaderos, en medio de la manifestación de jóvenes que trataban de llegar al Zócalo.

A Graciela le tocó esconderse debajo de un auto para no ser detenida. Le tocó sacar a compañeros suyos de la cárcel (entre ellos a quien después sería su marido, Leonel Pérez Villegas). Le tocó caminar calles, armar protestas, defender a los que menos tenían (siendo ella una de ellos) junto con sus hermanos Guillermo y Dolores. Junto con su esposo. Junto a su cuñado, Julio Moctezuma Barragán.

Después se casó. Formó una familia y vivió sus días, todos, siendo una mujer de izquierda. En 1997, cuando el PRD ganó la jefatura de gobierno del Distrito Federal, Graciela volvió a salir a las calles, esta vez con su hija y dos de sus nietos. Pero esta vez lo hizo para festejar. La izquierda, su izquierda, había llegado al poder. Tenía entonces 69 años.

A Graciela, una más de las muchas mujeres anónimas que lucharon por ampliar sus derechos y los de las nuevas generaciones, la izquierda la olvidó. Ella fue siempre a los funerales de sus camaradas. Siempre los recordó. Y siempre platicó con orgullo de esa época de lucha. De su lucha.

Graciela Monroy en el funeral de Frida Kahlo

Quizás nadie le otorgue nunca la medalla Belisario Domínguez, pero vaya que se la merecería.

Era una mujer orgullosa que logró salir de su vecindad en la colonia Guerrero para luchar, caminar, gritar, posar, cantar. También para comer y beber. Para educar a cuatro hijos y dos nietos a los que crió también. Para ser la abuela ejemplar de otros cuatro nietos: Luis Eduardo, Carla, Lucero y Adriana. Y para ser la bisabuela tierna de tres nenes más.

Nadie en su familia podría o debería de obviar el legado que esta mujer ayudó a construir. Todos conocen estas y otras muchas historias.

Pero nadie en México debería desconocerlas. Gracias a ella y muchas otras mujeres como ella, México se convirtió de a poco en un mejor lugar. Gracias a ella y muchas luchadoras más, las mujeres votan, trabajan, viven con mayor libertad.

Es momento de retomar su legado. El de ella. El de todas ellas. Es momento de recordarlas. De valorarlas. De hacerles el homenaje que este país les debe. Antes de que se mueran las demás.

Porque Graciela Monroy Becerril murió el 2 de enero de 2019 a las 15:40 horas. Tenía 90 años de edad.

Descansa en paz, abuelita. Descansa en paz.

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