Por Enrique Aranda Ochoa
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El infierno rara vez es como lo imaginamos, a veces es como lo tememos, con frecuencia, peor. En la cárcel yo encontré el mío: un descarnado rostro de miseria y violencia, con un fondo de una desquiciante cuadrícula de losas entrecruzada y barrotes de fondo; una “geometría enajenada” que pone fin a todo horizonte posible.
Sobre ello, una fila de restricciones (no esto, no aquello, no lo otro: ¡no!). La reclusión fue la prolongación de la tortura, pero por otros medios. Si tuviera que resumir la experiencia en una larga noche que duró 20 años.
Fue como llegar, de plano, a otro planeta, un mundo de hacinamiento, con reglas propias, donde el más aplicado no tenía que ser el mejor. Una prueba de sobrevivencia permanente.
Pero, ¿estaré loco por decir que fue una de las mejores experiencias de mi vida? Me transformó, decididamente, en una mejor persona, sometido a un curso intensivo de destronamiento del ego; vuelta de timón en la dirección de metas; lecturas intensivas y extensas, como si hubiera cursado dos doctorados. ¿No decía Revueltas que caer en prisión era como conseguir una beca para estudiar?… Y crear.
El drama canero –de la cárcel-– sirvió de fuente de inspiración para cuatro novelas, una veintena de cuentos y uno o dos poemarios, así como cuatro piezas teatrales (y que me redituaron algunos premios nacionales). Me empeciné en formar un Libro-Club, con todo y círculo de lectura, proyecto que años después fue distinguido con el premio México Lee, el cual se otorgó, por primera vez, a un recluso; di clases en la secundaria y prepa del Centro Escolar (ruda pedagogía), y en los últimos años numerosas de yoga kundalini, en la que me formé como instructor cursando un arduo diplomado ahí adentro.
También hubo momentos de intenso dolor e impotencia, como cuando falleció mi padre y no pude estar con él en sus últimos momentos, ni en su velorio. Y otros de inmensa satisfacción, como cuando fundé la Defensoría de Derechos Humanos de presos, a la que puse el nombre de “Ricardo Flores Magón”.
La entonces Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF) emitió la Recomendación 12/02, que validaba lo que yo expuse desde el principio: yo y mi hermano habíamos sido víctimas de tortura. Otras organizaciones defensoras de derechos humanos también se sumaron a respaldarnos, como la Liga mexicana de los Derechos Humanos (LIMEDH), el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (precisamente perteneciente a la Compañía de Jesús), Acción de Cristianos para la Abolición de la Tortura (ACAT), el Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, de la orden de los dominicos, y en general de toda la Red de Todos los Derechos para Todos, que agrupa a decenas de organizaciones conocidas por su solvencia moral.
Fui visitado varias veces por los entusiastas universitarios que conformaban el Comité de Presos Políticos y de Conciencia de Amnistía Internacional, lo mismo que por el presidente del Comité de Escritores en Prisión del Pen Club, el noruego Eugene Scholgin, por abogadas de Committee for Human Rights de Estados Unidos, recibiendo también apoyo de algunos sindicatos progresistas y organizaciones políticas de izquierda; fui entrevistado, asimismo, innumerables veces por reporteros de periódicos, revistas, semanarios…
No te pierdas mañana la tercera y última parte de la historia y columna de Enrique Aranda Ochoa: El renacido.