Apuntes sobre la marcha “fifí”

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¿Qué hay detrás de las bromas?

Emile Ratelband es un holandés ofendido. Está enojado y no le falta razón: a sus 69 años, le cuesta mucho trabajo ligar en Tinder. Lo que le ofende, en particular, es que sus médicos han dicho que tiene el cuerpo de un hombre de 49, que está sano y, como él mismo dijo: “con mi cara, si tuviera 20 años menos, sería un dios”.

Su argumento va más o menos así: hoy las personas pueden legalmente cambiarse de sexo o de nombre, ¿por qué no de edad? Digamos que es un adulto mayor en el cuerpo de un adulto. Un poco como aquel chiste del tránsgenero económico: “soy una persona con gustos de rico atrapado en un cuerpo de pobre”.

La historia me resuena desde la controversia por la llamada “marcha fifí”. Mucho nos hemos reído con los hashtags sobre los lemas de la marcha – fifí marchando, también se está bronceando – y lo hemos hecho de buena gana. Se antoja un poco inútil una marcha a favor de algo que no sea, digamos, un derecho humano; casi por definición, las marchas son “contra” algo. Y hoy el ánimo social no está contra el próximo gobierno.

Pero atrás de las bromas y cómo nos hemos reído, y de lo divertido que es parodiar a quienes consideramos “los fresas”, la verdad hay algo sinceramente siniestro.

Para entenderlo, hay que voltear la moneda: si la gente afín al próximo régimen, los nuevos oficialistas, hicieran una marcha contra o a favor de algo, y miles salieran a las redes sociales diciendo “la marcha chaira”, haciendo mil chistes sobre su supuesta condición socioeconómica, sería considerado absolutamente clasista y de mal gusto.

Todos hemos entendido que burlarse de alguien por su condición social, económica, sexual, cultural, étnica u otras similares, es algo que simplemente no se hace. Excepto cuando, por supuesto, de quién nos estemos burlando sea alguien en situación de privilegio.

Pero eso está mal. El rollo burlón, medio vengativo, medio despiadado, contra la marcha por el aeropuerto de Texcoco – y contra lo que fue, a todas luces, una farsa de consulta – pone de manifiesto la cultura política que el próximo gobierno y sus feligreses quieren imponer: ¿No estás de acuerdo conmigo? Eres un oligarca. ¿Tienes quejas? Estás comprado. ¿Estás molesto? Pues te jodes, porque nosotros somos el pueblo.

¿Quiere Andrés Manuel y sus seguidores gobernar desde la polarización? Su reacción a la portada del Semanario Proceso mostró una triste cara de intolerancia a la crítica. Su desprecio y soberbia ante la marcha de gente con la que uno puede o no estar de acuerdo, que uno puede o no apoyar, pero que al final están ejerciendo un derecho constitucional de hacerlo, como los que somos de izquierda hemos salido miles de veces a protestar contra decisiones que no nos parecen de los gobernantes, muestra una grave fisura en su supuesto talante democrático.

Y vuelvo a nuestro amigo holandés. El tiene derecho a sentirse más joven – como algunos tienen el derecho a considerarse los dueños de la voluntad popular-, sobre todo si eso nos convence de que vamos a seducir a más gente, que seremos más atractivos o que, simplemente, nos sentiremos más “nosotros”.

Se vale. Lo que no se vale es suponer que fomentar el odio entre las clases sociales, entre los grupos y, en particular, negarle a alguien su derecho a protestar porque no es “suficientemente pobre”, es una actitud democrática.

Hay que tener cuidado, compañeros. La democracia es como una bicicleta: si no se pedalea, se cae. Y pedalearla incluye respetar y escuchar a aquellos que – fresas, oligarcas, o lo que sean – piensan diferente que nosotros.

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