Color esperanza

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La ilusión es necesaria, pero agotable

Cuando López Obrador estaba a punto de subir al templete los organizadores ponían a todo volumen la canción de Diego Torres:

Saber que se puede, querer que se pueda,

Quitarse los miedos, sacarlos afuera,

Pintarse la cara color esperanza,

Tentar al futuro con el corazón.

Era el himno de la campaña presidencial de 2006. En 2018 el slogan de Morena fue “la esperanza de México”.

En nombre de la esperanza, de la purificación de la vida pública, de la gesta del pueblo sabio contra la mafia del poder, López Obrador ha impuesto el programa de austeridad más severo de la historia reciente.

Es verdad: cuántos aviadores, compadres, falsos asesores y parientes cobraban en el gobierno. Pero resulta que no todo es así: desde hace unas tres décadas, enfermeras, médicos, maestros, científicos, promotores culturales, limpiadores, apagaincendios —entre muchos empleados públicos imprescindibles— se contrataron precariamente: por honorarios, o como eventuales que firmaban contrato cada seis meses.

O peor, como proveedores de servicios o a través del infame outsourcing. Esa fue la argucia administrativa para privarlos de prestaciones y derechos, para que nunca se organizaran en sindicatos. El gobierno mexicano sostenía una buena parte de sus servicios esenciales sobre los hombros de trabajadores mal pagados, sin seguridad social, certeza laboral ni capacidad de ahorro.

Miles de esos trabajadores hoy están en la calle despedidos en nombre de la austeridad, ¿por qué?

Para responder la pregunta hay que irse un poco atrás: desde la década de los ochenta se impulsaron en el Tercer Mundo los “Programas de Ajuste Estructural” (SAP’s por sus siglas en inglés).

Era el eufemismo para las recetas neoliberales que se imponían desde el FMI o el Banco Mundial. La estrategia funcionaba así: se prestaban millones de dólares a los países. Ese dinero lo robaban los altos funcionarios o se derrochaba para ganar elecciones. Los intereses eran impagables y el FMI, el Banco Mundial o algún país rico ofrecía nuevos préstamos para pagar viejas deudas.

Pero venían con condiciones: privatizar, desregular, reducir el presupuesto a salud, educación y gasto social, despedir a miles de empleados para destinarlo a… pagar la deuda. A ese círculo vicioso los políticos le llamaron “austeridad” y lo justificaban: cuando se hayan equilibrado las finanzas entonces empezaremos a invertir en desarrollo (pocas veces ocurrió). El resultado de los SAP’s es que los países pobres se volvieron más pobres.

En México López Obrador había desinfectado la palabra austeridad. En su lenguaje era austeridad republicana y no la había inventado el FMI, sino Benito Juárez. Era Melchor Ocampo, ex ministro de hacienda, quien en su lecho funerario fue velado con un gabán sin botones —el único que tenía—, o Ignacio Ramírez, el Nigromante (ministro por cuyas manos pasaron los millones de la desamortización de los bienes de la Iglesia), que era tan pobre que no tenía para rentar un carruaje y tuvo que arrendar un burro para seguir a Juárez en su exilio.

Descrita con esas imágenes, la austeridad era la reivindicación de un pueblo harto de ver los excesos de funcionarios ricos.

“El gobierno era un mantenido, un bueno para nada”, ha dicho López Obrador al anunciar los recortes. Su muy mexicano Programa de Ajuste Estructural tiene un fin concreto: pagar la deuda de Pemex. Y sí, Pemex fue la gallina de los huevos de oro.

Sus ganancias se repartieron una y otra vez, se crearon fortunas entre los funcionarios del gobierno federal, entre los caciques del sindicato y entre los gobernadores, vía los “excedentes petroleros”. Y hoy la empresa languidece en bancarrota, asfixiada en deudas.

El gobierno ha decidido rescatarla, la pregunta es ¿quién pagará su rescate? Y la respuesta la vemos cada día: esos miles de empleados precarios que ahora están en la calle, y que dejaron hospitales sin enfermeras, escuelas rurales sin maestros, pueblos sin doctores e incendios forestales sin brigadistas apagafuegos.

¿Por qué no mejor hacer una reforma fiscal progresiva, como lo han hecho los gobiernos socialdemócratas, en la que paguen más los que más tienen?

La esperanza no es una fuente inagotable. Hasta la canción de Diego Torres terminaba con un llamado al empoderamiento: “Vale más poder brillar / que sólo buscar ver el sol”.

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