Colosio, 25 años después

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El año de 1994 fue tan importante como 1968. Un ejército de indígenas pobres le arruinó la fiesta a la “modernización” de Carlos Salinas de Gortari. Como un trueno, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) irrumpió en la medianoche neoliberal del país.

Era un mundo (el mío cuando menos) sin internet ni redes sociales. Por la mañana, en mi camino a la escuela —iba en sexto de primaria— buscaba en este y en aquel otro puesto de revistas La Jornada. Era el periódico que reproducía —hasta que dejó de hacerlo— los comunicados de ese ejército insurrecto en Chiapas y su subcomandante insurgente.

Recuerdo uno de ellos en especial: “¿De qué tenemos que pedir perdón? ¿De no morirnos de hambre? ¿De haber llevado fusiles al combate en lugar de arcos y flechas? ¿Quién tiene que pedir perdón y quién puede otorgarlo? ¿Los muertos, nuestros muertos de muerte ‘natural’, es decir, sarampión, tosferina, dengue, cólera, tifoidea, y otras lindezas gastrointestinales y pulmonares?”

El zapatismo liberó la imaginación: la izquierda podía ser algo más que el PRD; un movimiento encabezado por los más marginales —los indígenas de México— que llamaban al derrocamiento del presidente más popular en décadas.

Perdido el equilibrio en la élite del país por la insurrección zapatista, 1994 nos hizo testigos del asesinato de Luis Donaldo Colosio, elegido para ser el próximo presidente de México.

Su campaña era un fracaso. Semanas antes de su muerte, Proceso había titulado su portada: “Colosio, un mes en el limbo”. A Colosio lo ejecutaron en Lomas Taurinas, Tijuana, el 23 de marzo de 1994. En los mítines de Colosio había cuatro anillos de seguridad: la del “grupo de los sucios” (expertos en artes marciales vestidos de paisano); un grupo local, en este caso el Grupo Tucán; luego el Grupo Omega —conformado por 10 militares— y al final el Grupo Diamante: cinco escoltas pegados al candidato.

La “verdad histórica” (como la de 2014 sobre la desaparición de los 43) que el Estado mexicano se obstinó en construir fue que un solo gatillero penetró estos círculos y mató a Colosio. ¿Por qué? La autoridad nunca se molestó en inventar un móvil. Luis Raúl González Pérez, cuarto fiscal del Caso Colosio y hoy presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, fue el enterrador de la verdad. No es metáfora.

Su investigación sumó 174 tomos con 68 mil fojas más 293 anexos. Y su conclusión fue la misma: un asesino solitario. ¿De verdad Mario Aburto —por cierto, militante del PRI— pudo matar a Colosio sin mayor dificultad o fue simplemente el ejecutor de órdenes dictadas desde el poder? Colosio no era un reformador ni un demócrata. Era un burócrata del PRI que había ascendido gracias a su docilidad ante Carlos Salinas, y había operado fraudes electorales y concertacesiones con el PAN. Ante la frescura que representaba el EZLN, Colosio era un representante más de la vieja política priista.

1994 fue el despertar político de mi generación. Yo tenía 12 años; los que eran un poco mayores se formaron en caravanas de solidaridad con Chiapas, las comunidades zapatistas fueron su primera escuela de lucha. Es curioso: los que son un poco más jóvenes que yo —hoy en sus 30 años— ya no vieron al zapatismo como ese movimiento telúrico que despertó a las masas e inventó, cuando menos para México, a la “sociedad civil”.

Para ellos —creo— su despertar político fue el desafuero de Andrés Manuel López Obrador en 2005. Dos paradigmas por completo distintos: de un lado, una insurrección armada dirigida por indígenas; el segundo, un frente electoral encabezado por un hombre emanado del PRI, que alguna vez se dijo de izquierda.

Veinticinco años después de 1994 sigue vigente el mismo desafío del zapatismo chiapaneco: cómo enfrentar desde la izquierda a un gobierno neoliberal. Con retórica de izquierda y simbolismos populares, pero neoliberal al fin.

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