De la Ibero a Reno (Reclusorio Norte)

Compartir:

- Advertisement -

¿Cómo llega un profesor a la cárcel?

Por Enrique Aranda Ochoa

No está en nuestras manos la propia vida. Hay citas ineludibles que el destino arroja sobre uno. ¿Quién diría que viviendo en el confort de mi torre de marfil estaba a punto de sumergirme durante 20 años en el inframundo de la cárcel?

Vivir como académico de la Universidad Iberoamericana me permitía gozar de ese “discreto encanto” burgués: conciertos, fiestas, galerías, museos, libros, discos y uno que otro viaje. Ahí mismo estudié mi carrera de Psicología y dos posgrados más.

Pero esa vida, hasta cierto punto frívola, no me satisfacía. Busqué compensar mi vida privilegiada con ayuda comunitaria en zonas campesinas y alguno que otro viaje místico a lugares sagrados prehispánicos. Para muchos: un hippie hecho y derecho.

Pero hippie o no, poco a poco estos caminos comenzaron a entrecruzarse con otros que agitaron como avispero una necesidad de cambio social para todos y, por tanto, una transformación política.

Como un Clark Kent sin anteojos ni cabina telefónica, alternaba entre la vida en rosa de la Ibero y la vida en rojo de la izquierda. Sin darme cuenta, ese camino alterno se convirtió en el eje de mi vida y poco a poco me fui radicalizando.

Los lugares que frecuentaba dejaron de estar en Santa Fe, Polanco o la Roma, para pasar a zonas marginadas. Mis amistades ya no estaban enrolados en alguna universidad privada, sino en grupos “subversivos”, como el Ejército Zapatista de Liberación Nacional o en el Ejército Popular Revolucionario. Corría la década de los 90; mala época para tener malas compañías.

Así pasaron algunos años hasta la noche en que varias patrullas del entonces Distrito Federal me detuvieron, junto con mi hermano. Bajo tortura me arrancaron una confesión que me resistí a dar durante muchas horas, pero que acabé otorgando pensando en que después se demostraría la verdad.

Los judas ya tenían la historia hecha, yo sólo tenía que decir “sí”. Tras golpizas, asfixia, toques eléctricos, amenazas de hacer lo mismo con mi familia -todo asentado en la recomendación 12/2002 de la Comisión de Derechos Humanos del entonces DF- reconocí que había secuestrado a una mujer que nunca había visto en mi vida.

Sobre mis actividades políticas no lograron probar mucho: que era un asiduo asistente a todo tipo de eventos izquierdosos festivos, con todo y música latinoamericana “de protesta”, y que en mis clases era un acérrimo crítico del sistema político mexicano.

También afirmaban que cuando iba a los congresos internacionales de psicología en Cuba, me “desaparecía” durante algunos días, quizá “adoctrinándome” o hasta “entrenándome” para llevar a cabo actividades desestabilizadoras en nuestro país, lo que incluía formar grupos contestatarios y células subversivas.

Ese mismo año llegué al Reclusorio Preventivo Varonil Norte, pensando que sin pruebas, yo recuperaría pronto mi libertad. Así pasé 20 años.

No te pierdas mañana la segunda parte de la historia y columna de Enrique Aranda Ochoa: 20 años de preso político.

SUSCRÍBETE A NUESTRO NEWSLETTER

Recibe las noticias más relevantes de México cada mañana, inicia tu día informado.