El fin de la guerra

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Andrés Manuel López Obrador dictó el fin de las hostilidades: “Oficialmente ya no hay guerra. Nosotros queremos la paz”. Apenas una frase a vuelapluma en la conferencia de prensa matutina el 30 de enero pasado. Una guerra que había comenzado con frivolidad, con Felipe Calderón disfrazado de cadete, terminaba como si fuera un tema banal, traspapelado entre una maraña de temas diversos.

La memoria de los 200 mil muertos, los —acaso— 40 mil desaparecidos merecían alguna explicación más detallada. ¿La guerra se ganó o se perdió? ¿Ya no habrá más víctimas? ¿Habrá justicia para los secuestrados, extorsionados, los desplazados, los reclutados a la fuerza?

Guerra no significa lo mismo para todos. Con Calderón estaba claro: guerra era militarización; despliegue de miles de soldados en regiones específicas: Michoacán, el Triángulo Dorado, Ciudad Juárez, etcétera. López Obrador entiende otra cosa: la guerra significa perseguir capos.

Eso falló, dice Obrador, y tiene razón. Cuando advierte “ya no hay guerra” se refiere a que el gobierno deja de perseguir a los chapos y a los menchos. Que ya no medirá su éxito en la captura o muerte de la élite criminal. La guerra, sin embargo, continúa. Porque con el obradorismo la militarización llegó para quedarse. El proyecto de la Guardia Nacional cede a la Secretaría de la Defensa Nacional el mando de una policía nacional. No hay nadie en quien confiar salvo en el ejército.

Nunca ha estado del todo claro por qué Calderón declaró la guerra. Dos hechos eran ciertos: México tenía tasas de homicidios bajas. Era, en los números, un país en paz. Pero algunas ciudades y territorios estaban bajo control de un Estado paralelo, el crimen organizado.

La explicación popular fue que Calderón se inventó una guerra “para legitimarse”. Quizá, entre las múltiples facturas que debió pagar para asegurar su llegada a Los Pinos, fue el empoderamiento del ejército. Como haiga sido, las consecuencias son múltiples.

La mano dura apuntaló la popularidad de Calderón. Doce años después pasa lo mismo: el 82 por ciento, dice una encuesta de Reforma, quiere a la Guardia Nacional.

Militarizar es redituable políticamente, mientras que devolver el ejército a los cuarteles es impopular. Una cruda verdad ante la evidencia de que la militarización no reduce sino aumenta la violencia. Ahí donde entran las fuerzas armadas crecen —a veces se multiplican— los homicidios. Y el ejército mexicano casi no deja heridos. Si actúa, mata. En el fuego cruzado mueren inocentes. Y hay una profusa documentación sobre torturas y ejecuciones extrajudiciales cometidas por militares. A pesar de eso casi cualquiera prefiere a un soldado a un policía municipal cuidando las calles.

La militarización nos ha llevado a la trampa del pensamiento binario: estás a favor de la militarización o estás con los criminales. Guerra o capitulación.

Guardia Nacional o narcopolicía municipal. Ese discurso ha oscurecido la imaginación, y nos impide ver la gama de alternativas intermedias, desde las policías comunitarias —las genuinas— hasta las experiencias internacionales. Omitimos que el desastre también está en los ministerios públicos y los jueces. Ojalá que no se imponga el “me canso ganso” y discutamos las alternativas antes de perpetuar la guerra —vía la Guardia Nacional— en la Constitución.

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