Elecciones libres y justas: el relevo de los consejeros electorales del INE

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Las elecciones periódicas son la columna vertebral de la democracia. Los procesos electorales democráticos son un procedimiento civilizado para disputar el acceso al poder, es decir, a los cargos de representación y de gobierno. 

Sin embargo, es verdad que la democracia no se agota en las elecciones, ya que existen otros procesos, mecanismos y procedimientos que dan cuerpo a los regímenes democráticos. Estos incluyen la rendición de cuentas, la transparencia y el acceso a la información pública, el acatamiento a los derechos y las garantías civiles y políticas, la relación de equilibrio y contrapeso entre poderes, el respeto a los derechos de las minorías, las consultas públicas, las múltiples formas de participación ciudadana, etc. 

Pero aun cuando se contara con todo lo anterior, sin elecciones libres y justas no hay democracia. Por ello es de la mayor importancia preservar y consolidar la organización de comicios confiables, que ofrezcan condiciones de equidad e imparcialidad en las competencias electorales. 

Que el voto sea libre y bien contado para determinar quién gana y quién pierde las elecciones, ha sido una aspiración secular de los mexicanos que, no obstante los pendientes, sólo muy recientemente hemos logrado. Para que ello fuera posible tuvieron que desmontarse los muy variados mecanismos de control electoral que hacían inequitativas las contiendas electorales. 

El control electoral se relaciona con la manipulación, la corrupción y el fraude electoral. Sin embargo, no siempre puede caracterizarse como ilegal, pues en ocasiones tiene como fundamento precisamente a las legislaciones política y electoral, cuando el contenido de éstas es funcional a un criterio de parcialidad favorable a alguno de los contendientes.

Sin duda, un mecanismo fundamental del control electoral se refiere a la heteronomía de las instituciones encargadas de organizar elecciones, es decir, hacer de la institución que organiza las elecciones un ente sin autonomía, sujeto a la voluntad y decisiones de algún contendiente, por lo común el  partido o el candidato oficial, con lo que se mina la equidad de la competencia y se obtienen resultados electorales apócrifos. Para controlar las elecciones es necesario controlar la institución que las organiza. 

Sólo a guisa de ejemplo recordemos cómo estaba conformado el organismo encargado de organizar las elecciones de 1988: la Comisión Federal Electoral, cuyo presidente era, nada más y nada menos, el secretario de Gobernación (Manuel Bartlett, por cierto). 

De los 31 votos facultados para tomar decisiones, el PRI podía contar con 19; a ellos habría que añadir los votos de los partidos coyunturalmente aliados al PRI. Fue esta integración de la Comisión Federal Electoral la que, entre otros importantes factores, hizo posible el escandaloso fraude electoral de aquel año. 

El Instituto Federal Electoral, creado en 1990, logró su autonomía como efecto de la reforma electoral de 1996, lo que implicó la salida del secretario de Gobernación de la Presidencia del Consejo General del IFE. Desde entonces, los Consejeros Electorales son nombrados por mayoría calificada en la Cámara de Diputados, a propuesta de los grupos parlamentarios. 

Este procedimiento ha llevado a un modelo de integración del Consejo General del IFE —hoy Instituto Nacional Electoral, INE— que le ha permitido una autonomía relativa del gobierno y los partidos políticos.

Si bien la idea original era que la Cámara de Diputados seleccionara consejeros electorales que no tuvieran ligas de dependencia política con partido alguno, la verdad es que se requiere el apoyo de algún partido para llegar a ser consejero electoral. Así, salvo excepciones, los consejeros electorales han tenido diversos grados de afinidad con el partido político que los apoyó para poder llegar al Consejo General del IFE (INE).

Como hasta antes de las elecciones de 2018 el sistema de partidos era básicamente tripartidista (PAN, PRI y PRD), con una correlación de fuerzas relativamente equilibrada entre estos partidos, entonces era posible que este equilibrio entre los partidos se refleja en el equilibrio entre los integrantes del Consejo General del hoy INE

Incluso era factible que los partidos políticos pequeños se aliaran para reunir votos en la Cámara y así impulsar algún candidato a consejero electoral de sus preferencias. En síntesis, en el Consejo General del INE se lograba una integración que permitía la vigilancia mutua entre los consejeros electorales para bloquear o vetar las posibles intenciones de actuar fuera de los principios de legalidad, imparcialidad y profesionalismo.      

Empero, como resultado de las elecciones de 2018 el sistema de partidos ha mutado drásticamente y Morena se eleva hoy como el partido que en la Cámara de Diputados tiene suficientes votos como para poder determinar el próximo relevo de cuatro de once consejeros electorales. 

Si Morena designa a cuatro consejeros electorales y estos subordinan sus decisiones en el Consejo General a sus vínculos de dependencia política con este partido, la autonomía del INE sería debilitada y, por lo tanto, volvería a estar en riesgo la equidad en las competencias electorales, llevándonos a un retroceso histórico. 

Después de la amarga experiencia del desaseado proceso de designación de la titular de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Morena debería reflexionar y, por esta vez, actuar con talante democrático y privilegiar los intereses generales de la nación y no sus limitados intereses partidistas. Veremos.  

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