Fuera máscaras

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Llevamos 50 años —desde 1968– hablando de cambios. En el año 2000 parecía que era la oportunidad de llevarlos a cabo. Decepción. Vicente Fox no quiso cambiar casi nada. Hoy tenemos a un presidente con un fuerte respaldo popular, que llegó al gobierno con la promesa no de cambiar sino de transformar el país. Creo que es hora de asumir nuestra realidad: no queremos cambiar casi nada, y no me refiero sólo a López Obrador. Gobierno, oposición e intelectuales somos conservadores. Propongo que asumamos que somos: 

Presidencialistas

El presidencialismo es un asiento que nos acomoda a todos. A López Obrador por supuesto, que se mira en el espejo de Juárez y Cárdenas, pero también a la oposición. Todos quieren gobernar como reyecitos, el que está y los que aspiran a estar. ¿Semipresidencialismo? ¿Parlamentarismo? ¿Modelo suizo, usos y costumbres indígenas? Nada: es una discusión que no les interesa ni a los politólogos. 

En el fondo, el presidencialismo es un síntoma de nuestra indolencia política: que el presidente arregle los problemas y si no puede que venga otro a arreglarlos. Nos gusta la idea del hombre fuerte y soñamos con que un buen presidente nos saque del barranco, se llame Luis Donaldo o Andrés Manuel. 

Militaristas

La inseguridad y la impunidad son problemas demasiado difíciles de arreglar. Se requieren policías, ministerios públicos y jueces profesionales. Eso lleva muchos años y cuesta un montón de dinero. Para qué —piensan nuestros presidentes, de Calderón a Obrador—, para qué emprender ese esfuerzo si ahí están los verdes para ocuparse del problema. 

Con el militarismo nos pasa lo mismo que con el presidencialismo: es una forma cómoda de delegar, de escurrir el bulto: el problema es tan complejo, tan caro y tan largo de resolver que pedir la ayuda del ejército se ha convertido en la salida más cómoda. La guerra de Calderón es ahora la normalidad de López Obrador. 

Xenófobos y proyanquis

Hace unos años, cuando los Zetas y similares incursionaron en el secuestro masivo de centroamericanos, se armó un pequeño escándalo nacional. Ahora estamos en guerra contra los migrantes y estamos lejísimos de una indignación social al respecto. 

Nos importaron más nuestros aranceles —o la falta de éstos— que las personas que huyen de la región más violenta de occidente. Asumámoslo: nos parece natural que Donald Trump dicte la política migratoria mexicana, y la suerte de los migrantes nos tiene sin cuidado. 

Confesionales

Los cristianos evangélicos han salido de las sombras. Eran “las sectas”, “los aleluyos”, y ahora se han convertido en invitados de honor en el Palacio Nacional. Por mí qué bueno: a pesar de sumar millones, eran un sector invisible y estigmatizado por la élite católica. Y ahora son aliados del gobierno, quienes repartirán desde sus templos miles de ejemplares de la Cartilla moral de Alfonso Reyes. Una de las más antiguas demandas de las asociaciones religiosas está cerca de concretarse: convertirse en permisionarios o concesionarios de frecuencias de radio y televisión. Con el obradorismo se diluye el discurso del Estado laico.

Y finalmente, neoliberales

Despidos masivos. Pago de la deuda externa. Achicamiento del Estado. Vouchers en lugar de derechos sociales. Las recetas del neoliberalismo encontraron a su apóstol en la misma persona que se ha ofrecido a enterrarlo. Y una vez más la respuesta de la oposición (lo que queda del PRI y el PAN) y de los intelectuales es el silencio.

El vino viejo del siglo XX ahora se nos ofrece en los odres nuevos del cambio. Por eso la importancia de las mañaneras: para terminar por decreto con el peso del pasado. 

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