Gansos contra boas

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Los juegos del hambre (de poder)

El poder solo sirve para una cosa, para ser usado. El poder no se puede almacenar ni coleccionar, tampoco se puede utilizar como ornamento o decoración. El poder se tiene o no, y si se tiene se usa, ya que de lo contrario se pierde. Esto es aplicable para los distintos tipos de poder que existen, entre ellos: militar, económico, mediático o político. Todos ellos extraordinariamente adictivos y con frecuencia vinculados entre sí.

Ahora bien, el chiste de vivir en una democracia constitucional es que haya reglas para la obtención y ejercicio del poder político, el cual está diseñado para ser puesto al servicio de los demás, para el servicio público.

 En México, a diferencia de una monarquía, el poder político está al alcance de cualquier persona que cumpla los requisitos pactados en la Constitución, siendo la votación popular, libre y secreta la característica esencial, que no la única, para obtenerlo. 

Esto ineludiblemente genera por lo menos dos grupos no necesariamente homogéneos en su interior: los que tienen el poder y los que quieren el poder. De un lado están los gansos y del otro las boas, por decir algo.

En una república democrática no solo es esperable, sino que es deseable que haya un constante enfrentamiento entre boas y gansos, siempre por medios legales y pacíficos, de tal suerte que la pérdida de uno sea capitalizada por el otro y esto se traduzca en un beneficio para los ciudadanos, es decir: que haya opciones

Si un grupo no utiliza el poder político para obtener bienes públicos deseables para la mayoría de los ciudadanos, estos le quitarán el poder y se lo darán al otro grupo, para iniciar así, de nuevo, el constante forcejeo por acceder al poder.

La arena definitiva del enfrentamiento son las campañas electorales, pero no es la única. De hecho, cualquier espacio de la vida pública es un buen escenario para contrastar posiciones y propuestas, esperando que los electores tengan la suficiente información para identificar la mejor de ellas, de acuerdo con sus propias y particulares preferencias. 

Si hay una economía sana, el grupo en poder lo presumirá y dirá que es gracias a él. Lo mismo sucederá si baja el precio de la gasolina. Por el contrario, si la economía está pasando por un mal momento o el precio de la gasolina sube, el grupo que quiere el poder dirá que es culpa de la ineptitud de quien tiene el poder.

Obviamente, en una realidad tan compleja como la que vivimos, no hay ni gansos ni boas completamente infalibles o totalmente inútiles. Dicho de otra manera, no hay absolutos en materia de un acertado ejercicio del poder político, hay tonalidades de gris. 

Lo que a unos les parece una gran obra de ingeniería a otros les puede parecer un ecocidio terrible. Lo que para unos puede ser un extraordinario ejercicio de comunicación, para otros no es más que un culto al protagonismo propio de un talante autoritario. Pero cuidado, no todo es relativo ni sujeto a la opinión de las personas. No hay un relativismo absoluto.

En un Estado Constitucional de Derecho las preferencias son importantes, pero no lo son todo. Hay decisiones o acciones extraordinariamente populares, pero que resultan contrarias a la Constitución y, por lo tanto, son ilegales. Y gansos y boas deberían evitar realizarlas y, si las realizan, deberían ser castigados por ellas. En otras palabras: la Constitución es un extraordinario decantador de lo que el Estado debe de permitir y lo que debe de prohibir.

Un buen ejemplo es la libertad de expresión: es posible que lo que dice un comunicador le parezca repugnante el 99% de los mexicanos. Esa no es razón para callarlo. Dicho comunicador tiene el derecho a decir lo que quiera y el Estado no debe de callarlo, aunque fuese extraordinariamente popular hacerlo. 

Los derechos humanos no están sujetos a la aprobación de la mayoría. Los derechos humanos, entre ellos los derechos políticos, se defienden. Siempre.

En los juegos del hambre de poder no puede permitírsele a los grupos participantes absolutamente todo, porque lo que está en riesgo son nuestros derechos humanos. El grupo en el poder no puede cancelar la libertad de expresión de los opositores ni comprometer el futuro de millones de trabajadores o la salud de la gente, solo porque se tiene el poder de hacerlo. 

Tampoco puede utilizar los bienes públicos como si fueran propios solo porque se ve bien en las fotos y a la gente le agrada.

Nótese que el grupo que tiene el poder tiene las limitaciones y frenos que la Constitución le establece al ejercicio del poder político, mientras que los que quieren el poder no están sujetos a estas reglas, precisamente porque no tiene poder político. 

Y aquí la ironía del juego: así fue como el grupo que ahora tiene el poder pudo llegar al él, jugando con exactamente las mismas reglas.

Si no existiera la Constitución, boas y gansos podrían enfrascarse en una confrontación agotadora para el ciudadano e, incluso, nociva para las finanzas públicas y la democracia. Si no hay límites y reglas en los juegos del hambre de poder, ambos grupos podrían llevarse entre las patas los bienes públicos, es decir, los que son de todos nosotros: libertad de expresión, de creencia, de profesión, de culto, de tránsito, de asociación, desarrollo democrático, seguridad social, medio ambiente sano, pensiones, acceso a la justicia, estabilidad financiera, libre mercado, etc.

¿Pero qué pasaría si a alguno de los jugadores ya no le gustaron las reglas acordadas por todos y quiere imponer las suyas? O peor aún, ¿qué pasaría si uno de los grupos dice querer jugar con las reglas, pero en la vida real lo que busca es hacer chanchullo? Entonces, todo el sistema se colapsa. 

Los jugadores y los ciudadanos ya no sabrían qué esperar, que es lo mismo que esperarse cualquier cosa. Los juegos del hambre de poder dejarían de tener sentido democrático y comenzarían a tener sabor autoritario.

Para evitar esto, tenemos otro de los componentes del juego: los árbitros. Si los árbitros están bien colocados y cuentan con autonomía, los ciudadanos podemos estar tranquilos, serán ellas y ellos quienes detengan los excesos de los grupos antagónicos. 

Claro que ser árbitro no es tarea sencilla. En primer lugar, estas personas no deben tener preferencia o repudio por ninguno de los dos grupos, cosa que es muy difícil porque el ejercicio del poder genera pasiones, simpatías y rechazos. En segundo lugar, estas personas deben de ser valientes, porque decirle que no a grupos con poder no es tarea sencilla, sobre todo si tienen la capacidad de anularlos, cambiarlos o poner los ánimos de la gente en su contra.

Nuestra democracia a veces es estridente, a veces aparatosa, siempre imperfecta (esto se debe, entre otras cosas, a que es relativamente reciente y apenas la estamos construyendo y conociendo), pero es la única que tenemos y es mucho, mucho mejor que tener un único son para bailar

Así que ya sabes, querido lector: que no te espanten con el petate del muerto de que unas personas se están organizando para buscar el poder a través de vías legales. Eso es deseable en una democracia. 

Pero sí alza voz si ves que los detentadores del poder juegan sucio y tratan de comprar o desaparecer a las y los árbitros o si tratan de acallar las voces de los otros jugadores utilizando instrumentos del Estado, que deben de servir para beneficio de todos y no para la agenda de unos cuantos.

El juego por el poder tiene reglas escritas. Si lo jugadores quieren tener éxito en su intento por retener o alcanzar el poder por vías democráticas, deben de atender estas reglas y no andar jugando por fuera del tablero. México ya lo ha vivido antes y no le ha ido nada bien.

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