Junio y el derecho a la diferencia

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El mes del orgullo gay

Junio es reconocido en México y en otras partes del mundo como el mes del orgullo gay y la diversidad sexual. No es fortuito este reconocimiento. El 28 de junio de 1969 en el bar Stonewall Inn, del barrio Greenwich Village de Nueva York, se realizó una redada policiaca que fue repelida por cientos de personas gays, transexuales y transgénero que asistían a ese ya mítico rincón contracultural de la Gran Manzana. 

Los disturbios de Stonewall sellarían el parto de nacimiento del movimiento gay en Estados Unidos y a nivel mundial. Mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces. Hoy existen matrimonios entre personas del mismo sexo; hay bares, hoteles y destinos turísticos dirigidos a la comunidad gay; muchas lesbianas, bisexuales, transgéneros, transexuales, travestis, intersexuales y queers ocupan posiciones importantes en publicaciones, universidades, empresas y gobiernos, constatando, con su derecho a la diferencia, que los caminos del amor, el deseo y la identidad son múltiples como los colores del arcoíris. Pero las cosas no siempre fueron así. Y menos en México, un país cruzado por un machismo castrador.

En las décadas de los setenta y ochenta, las palabras homosexual y lesbiana eran sinónimos de pervertidos, mujercitos, depravados, marimachas, sodomitas y sidosos, entre otras expresiones humillantes de la dignidad humana. Buena parte de las representaciones imaginarias de los miembros de la comunidad gay fueron construidas por ese semanario de la infamia nacional llamado Alarma, lectura casi obligada para las mayorías silenciosas en un tiempo sin Internet ni redes sociales. 

En las familias mexicanas, por su parte, la homosexualidad era escondida para no escandalizar a las buenas conciencias: “yo sé que eres rarito”, decían las madres a sus hijos, “pero que no enteren de tus rarezas tu padre ni mucho menos los vecinos”. Los puestos más altos en el servicio público y la empresa privada estaban vetados a miembros de la comunidad, a menos que éstos escondieran públicamente sus preferencias sexuales. 

En los programas de radio y televisión, igualmente, la cultura de la diversidad sexual era invisibilizada o ridiculizada. Solo al maestro Juan Gabriel se le permitía jotear en horario estelar en el programa familiar “Siempre en Domingo”. Era común enterarse en esos tiempos canallas de que habían golpeado o matado a una persona por cometer el “delito” de ser homosexual. 

También los antros, cantinas y bares gays se contaban con los dedos de la mano: “El Vaquero” y “El Taller” de Luis González de Alba; “El Viena” en el Centro Histórico; el famoso “Nueve” en la Zona Rosa de Henri Donnadieu; y ese lugar surrealista en el corazón de Neza, cuna de vestidas y chichifos del Oriente metropolitano, llamado el “Spartacu’s”. Una joya de la cultura popular solo comparable con Los olvidados de Luis Buñuel.

Ese mundo de la homofobia y la lesbofobia le venía como anillo al dedo al conservador Partido Acción Nacional. La salud de la Familia mexicana (nuclear y heterosexual, but of course) no podía sucumbir ante el virus maligno de la depravación moral. Las izquierdas mexicanas, salvo honrosas excepciones (los chavos de la UNAM de la revista La Guillotina, las juventudes del Partido Socialista Unificado de México y los militantes gays y lesbianas del trotskista Partido Revolucionario de los Trabajadores), advertían que la misión histórica de la Revolución no podía detenerse en demandas pequeñoburguesas contrarias al proyecto emancipador del proletariado. El PRI simulaba que nada nuevo pasaba debajo de las sábanas de las alcobas mexicanas, aunque era un secreto a voces que entre sus dirigentes había gays y lesbianas de clóset.

Sin embargo, no todo fue el apocalipsis para las comunidades de la diversidad sexual. Al lado de las adversidades, emergieron numerosas resistencias que germinaron en un incipiente movimiento gay azteca. El 2 de octubre de 1978 marchó por primera ocasión un contingente gay en una manifestación citadina: el Frente Homosexual de Acción Revolucionaria. 

El pronunciamiento que leyó ese día la disidencia sexual revolucionaria, durante el acto conmemorativo a 10 años de la masacre de Tlatelolco, fue discutido en la casa de Portales de Carlos Monsiváis. Desde entonces se realiza anualmente, a finales de junio, la marcha del orgullo gay. Al principio, las marchas eran poco concurridas; ahora, se han convertido en arenas de denuncia y carnavales de la alegría en los que asisten no menos de 250,000 personas de la comunidad LGBTTTIQ. 

Junto con el activismo político, surgieron también colectivos, talleres y círculos de estudio y se abrieron publicaciones y foros diversos, como la Semana Cultural Lésbico-Gay de José María Covarrubias, que le dieron visibilidad y consistencia a las demandas, identidades y expresiones artísticas de la comunidad.             

Muchas cosas han cambiado desde entonces en México. No las suficientes. Pero la diversidad sexual de la sociedad mexicana ya no puede ser exorcizada, parafraseando a Woldenberg, bajo el manto del cuerpo normalizado de una persona heterosexual. Los gays, por fortuna, están en todas partes, incluyendo el Ejército y las iglesias. 

Las agresiones y burlas de ayer se han traducido en los derechos y conquistas civilizatorias de hoy. Sirvan estas líneas para recordarles a mis amistades gays que las libertades y derechos que hoy ejercen y disfrutan, no son el resultado de la providencia, sino son, en cambio, el producto virtuoso de la lucha abierta y decidida de miles de gays y lesbianas de otras generaciones en contextos políticos, sociales y culturales muy adversos. 

El derecho a amar libre y abiertamente a otro hombre, como me dijo un brillante estudiante travesti de la UACM, es de quien lo trabaja.

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