La autodeterminación y la comunicación indígena, contra el COVID-19

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Ser indígena en municipios de la esperanza

Sierra Juárez. Oaxaca

El discurso de “esperanza” –y no de garantía de derechos– ha visibilizado que el diseño de políticas públicas para los pueblos originarios carece totalmente de multiculturalidad, perspectiva de género y de derechos humanos. 

De los más de 300 municipios para reanudar actividades no esenciales, 213 están en Oaxaca, los cuales se rigen por su propio Sistema Normativo Interno (usos y costumbres) y no fueron tomados en cuenta. Por lo que podemos decir que estamos frente a un acto de discriminación, que no reconoce nuestros mecanismos efectivos de gobernanza frente a la pandemia, ni toma en cuenta nuestro contexto local, que nos reduce a “municipios de esperanza”.

Sin embargo, la libre determinación ha sido crucial para subsistir en esta pandemia, particularmente en dos momentos. El primero, cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador, en pleno inicio de la Fase 2, vino a Guelatao, Oaxaca, para conmemorar el natalicio de Benito Juárez, entonces los pueblos comenzaron a tomar sus propias medidas de prevención, aunque para ese entonces parecían extremas (con el cierre de sus fronteras a todas las personas nacionales o extranjeras, toques de queda, horarios específicos para suministro de víveres, filtros sanitarios, perifoneo, entre otros). 

El segundo momento clave fue cuando, a pesar de la “autorización federal” para reanudar actividades, estas comunidades decidieron mantener las medidas de distanciamiento social para evitar la propagación del virus. 

Aunque fueron dos contextos distintos, en ambos se mantuvo una característica: el doble discurso, en donde por un lado se enaltece la identidad e instituciones autóctonas de los pueblos originarios, pero por otro lado surgen decisiones gubernamentales basadas más en intereses políticos y económicos, que en intereses de salud pública, lo que ha puesto en riesgo a las comunidades indígenas.

Esta pandemia sacó a la luz la discriminación histórica, la sistemática violación a derechos fundamentales, principalmente la vida libre de violencia para las mujeres indígenas, la salud, la educación pública para niñas y niños, entre otros. 

Los pueblos originarios de la Sierra Juárez, en Oaxaca, contamos con un sistema de salud pública completamente inoperante; un hospital para cientos de personas de localidades que se encuentran a grandes distancias, que además no cuentan con acceso a internet, teléfono y algunas de ellas en zonas geográficas de difícil acceso. Ya ni hablar de la falta de información suficiente, científica, en un lenguaje culturalmente adecuado, para poder tomar decisiones acertadas frente a un contexto adverso como una pandemia. 

La participación real de las mujeres indígenas en la toma de decisiones al frente de las regidurías y comités de salud, ha reivindicado la capacidad y funcionalidad de la autodeterminación en los sistemas normativos indígenas altamente criticados, estigmatizados y discriminados a conveniencia de distintos gobiernos locales, federales o de empresas transnacionales.  

En esta emergencia sanitaria también ha agudizado la violencia política contra las mujeres indígenas, pues a pesar que son ellas quienes proponen y coordinan, de forma gratuita, gran parte de estas exitosas medidas que han logrado cero contagios. Su trabajo no se reconoce por los miembros de su cabildo, ni por el estado, ni por los medios de comunicación. Otro ejemplo es la represión que sufrí por un presidente municipal, por difundir información sobre COVID-19 y criticar la visita presidencial.

Si bien los pueblos originarios hemos subsistido gracias a nuestras soluciones locales, también es cierto que la romantización de vida comunitaria no acepta la crítica a este tipo de prácticas machistas y autoritarias, no acepta propuestas diferentes al discurso purificador de la comunidad estática y folklorizada, que tanto le sirve a los grupos de poder para legitimarse en plena pandemia.

Los pueblos originarios hemos estado en constante transformación de nuestra identidad e instituciones, por el simple hecho de ser culturas vivas –y no deidades en la vitrina de un museo–. Debemos divorciarnos de ese discurso patriarcal e indigenista del Estado. Debemos construir una realidad diferente en un país racista y machista, en donde los pueblos originarios y las mujeres pasemos de ser objetos de tutela, a sujetas de derechos, un país donde seamos personas, actores sociales y políticos.

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