La hora del pluralismo

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La crisis de la gasolina refleja prisa…

Crecimos con el mito del poder absoluto concentrado en un solo hombre. Si preguntaba la hora, debían responderle “la que usted diga, señor presidente”. El poder parecía un acto verbal, un mandato que la realidad cumplía. Que haya luz, dijo el dios del Génesis, y el mundo se iluminaba. Combátase el huachicol, ordenó la voz presidencial. Y la orden parecía justa: los recursos de la nación eran saqueados cada día sin que nadie actuara. Y la orden parecía necesaria, porque el presidente había renunciado a crear nuevos impuestos —a cobrarle más a los más ricos, por ejemplo— y le urgía dinero para las becas a los jóvenes y adultos mayores.

Parecía, además, una decisión políticamente barata: se podía cerrar la llave del combustible sin molestar a nadie, ni a los corruptos de la empresa o el sindicato, del crimen organizado o los funcionarios públicos que se enriquecieron con el negocio y que, bajo la amnistía de facto decretada por López Obrador, pueden dormir tranquilos.

El poder, sin embargo, encarna la diaria frustración de la impotencia. El presidente da la orden pero no hay quien la cumpla con eficacia. Los que acaban de llegar son inexpertos y se ha despedido a los que conocían los engranes de la burocracia. En el fondo, la decisión presidencial es perversa: porque una vez más prohíja la impunidad: se corta el flujo del huachicol pero no se castiga a nadie o a casi nadie.

Se acabaron los chivos expiatorios, nos responde Obrador cada vez que se le pide justicia. Pero no se trata de eso. No se pide una cabeza en la picota para saciar el morbo del coliseo. Al revés: se anhela un ejercicio rutinario y simple: quien robe o mate, quien encubra o se enriquezca, que lo pague, que pierda su libertad o cuando menos su reputación.

La crisis de la gasolina refleja prisa. Obrador lo dijo: trabajaremos al doble, haremos en seis años lo equivalente a 12. Y es curioso que un gobierno que se llama a sí mismo la Cuarta Transformación —modestia aparte— presente una agenda tan pobre en reformas. No ofrece un cambio sustancial en la política económica, ninguna reforma del Estado, ni siquiera una redistribución fiscal. La única reforma constitucional a la vista es una ratificación de la peor herencia del pasado, un volantazo a la derecha. Con la Guardia Nacional se consagra la militarización del país, y la guerra de Calderón se convierte en nuestra normalidad constitucional. Es irónico que la única reforma constitucional a la vista sea una traición a la oferta de campaña, que ofrecía devolver el ejército a los cuarteles.

Recurrir a las Fuerzas Armadas revela esa nostalgia por el híperpresidencialismo. Porque el ejército no es ni más o menos corrupto que otras instituciones. Pero sí tiene una peculiaridad: la obediencia. El mito del presidente todopoderoso era vigente cuando gobernadores, jueces, legisladores y líderes sindicales actuaban como sus cortesanos. En la poliarquía en la que vivimos ahora nadie obedece gratuitamente: todos quieren algo a cambio, y eso ocurre tanto en la oposición como en el partido gobernante, en donde el cemento que los aglutina no es una ideología o un programa sino el usufructo de la victoria electoral. ¿Qué hora es? La hora del pluralismo, señor presidente.

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