Los otros muertos

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¿Será el COVID-19 efecto de la naturaleza y su sabiduría? ¿Podríamos pensar que la Tierra busca equilibrar el estado natural de nuestra existencia? ¿Será muy frío pensar que la muerte sea parte del proceso evolutivo de la raza humana? ¿Será este un respiro del planeta que busca sanar heridas mientras los humanos se encierran? ¿Será suficiente el tiempo para curar la capa de ozono, para limpiar el aire, reforestar los bosques, ordenar los cauces de los ríos y redefinir las fronteras de la fauna que teníamos encerrada en salvajes y centenarias cuarentenas? ¿Será que era necesario hacer evidente que todos somos iguales por dentro, igual de vulnerables sin importar clase, raza o ideología? ¿O será el SARS-COV-2 tan sólo un descuido humano?

Lo cierto es que hoy la humanidad enfrenta distintos retos que contrastan unos con otros: por un lado tenemos este fascinante experimento donde la mayoría de la población paró en un instante, dejando los espacios públicos para concentrarse en pequeños grupos dentro de sus casas; donde hoy psicólogos, economistas, mercadólogos y científicos sociales exprimen los datos que arroja este encierro masivo para afinar sus plumas, unirnos a través de nuevas tecnologías, vendernos nuevos productos, lanzarnos sus teorías y dejarnos nuevas preguntas. Y, en contraste, tenemos el lado triste, la muerte de los contagiados y de los “otros” muertos.

Y es que en México parece que estamos acostumbrados a la muerte; la sumamos a nuestra realidad cotidiana y miramos de reojo como se apilan cuerpos y cifras en las ocho columnas de los medios de comunicación: feminicidios, homicidios dolosos, infanticidios, enfrentamiento entre narcos, bajas de las fuerzas armadas, etc… 

Y es que desgraciadamente tenemos ya una cantidad de renglones dedicados a este tema que podemos hacer cuartillas hasta que se nos acabe la tinta. Pero. A pesar de esta convivencia diaria con ella, las muertes a consecuencia del coronavirus parece espantarnos más y la seguimos en gráficas todos los días: cuántos mueren en cada país por minuto, cuál es la velocidad de la curva de la epidemia, cuántos casos sospechosos existen, qué porcentaje son hombres y mujeres, cuántos nuevos casos son confirmados y cuántos, se estima, serán casos fatales el día de mañana… 

Sí, al final de este episodio en la historia de la humanidad podremos estimar el efecto que tuvo este tsunami que empezó en Wuhan, pasó por Europa, llegó a América, a México, a nuestros hospitales, a la casa del vecino o hasta tu sala. Y así, después podremos colorear un mapa exacto con distintos colores que nos ejemplifica la gravedad que dejó el virus en cada región del planeta. ¿Pero qué pasa con los otros muertos? ¿Quién llevará el registro de los que morirán en plena calle por la falta de ingresos? ¿En qué horario podremos seguir a detalle los casos de violencia familiar y de género causados por el encierro?, ¿quién liberará los fondos para la operación de los Refugios para niños y mujeres con una sola firma? ¿Qué equipo interdisciplinario abordará las muertes en albergues y asilos? ¿Qué experto abrirá una línea de emergencia para darle a las ONGs los pasos exactos de cómo recuperar la falta de donaciones que ya no se reciben? ¿Dónde está el panel de expertos que recontratará a los trabajadores que viven al día?, ¿qué edificio se rehabilitará con camas para los niños de la calle?

Y es que existe una enfermedad que preocupa mucho más, el virus que viene, el que ya está aquí, el que se genera todos los días en las calles y en los escritorios donde se toman malas decisiones; esa pandemia que contagia sin cura, que parece no tener vacuna y que desgraciadamente hoy se agrava y nos exhibe como país, como Estado y sociedad. Quizás no veremos filas de camiones del ejército transportando féretros como en Italia, pero en México hace mucho que ya no caben los muertos en los panteones ni en las fosas clandestinas. ¿Cuántos de los “otros” muertos velaremos?

Será que tendremos que acudir nuevamente a la naturaleza humana, a esa fuente de soluciones a las que se llega cuando se actúa en comunidad y no perder la esperanza a pesar de la aplastante realidad. Y así no dejar de sorprendernos cuando los científicos encuentran que el plasma de los pacientes recuperados puede salvar la vida a los contagiados, cuando un país entrega a un antiguo “enemigo” medicamentos y equipo médico sin costo, cuando se transforma un avión en un hospital para atender pacientes de un país vecino, cuando la sociedad se encierra como un acto de valentía, cuando las donaciones son un compromiso con el extraño, cuando no soy si no somos.

Este es un grito para no olvidar a los “otros” muertos y un llamado a la solidaridad frente a la realidad que nos lastimaba mucho antes de esta epidemia. Porque somos nosotros quienes, a diferencia de los animales y en contra de la teoría de la evolución de las especies, los que somos capaces de cuidar al herido hasta que sane, proteger a nuestros vulnerables y darle mejor paso al inválido. 

Aprendamos de esta bofetada para cambiar nuestra forma de apreciar el espacio, la libertad, la convivencia cercana, el valor de lo que no tiene precio; visibilizar lo invisible, y darnos cuenta que hace mucho tiempo en México millones de personas viven en la cuarentena de no poder comer, de morir en las calles como desconocidos, de ser maltratada sin obtener justicia, de desaparecer sin dejar rastro, de ser palabra sin eco, de ser un número que lo borra el tiempo y vivir en un constante encierro de desigualdades… Y todo esto mucho antes de un posible descuido en un mercado en China.

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