Roma y la política

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¿Por qué tanto alboroto por la cinta?

¿Por qué nos gusta tanto Roma, de Alfonso Cuarón? Intentaré dar una respuesta política. Spoiler alert. Absténgase si no ha visto la película.

Roma despierta la nostalgia de un México de clases medias acomodadas. Un médico del IMSS podía tener un caserón en la colonia Roma, tres coches; sostener una familia de siete integrantes; pagar tres personas a su servicio de tiempo completo, además de una relación extramarital y hasta mascotas. No es que familias con ese poder adquisitivo hayan desaparecido, pero ya ni son de médicos del IMSS ni viven en la Roma. Y son mucho menos que en 1971. Roma refleja la bonanza del “milagro mexicano”, cuando el país crecía seis por ciento al año y un empleado público de medio pelo podía darse esa vida.

El mérito político de Roma consiste en mostrar los pilares sociales y políticos de ese bienestar perdido, la cara oscura de la nostalgia. Cleo y Adela son dos empleadas domésticas en un régimen de semiesclavitud: de planta, sin horario ni más prestación que la bondad de sus patrones. Indígenas mixtecas, lo mismo crían a los niños que lavan y cocinan. Son la familia no reconocida, el proletariado del cuidado que está al margen de ese milagro nacional. Del chofer ni siquiera sabemos su nombre y apenas y oímos su voz. La viabilidad de esa casa depende de esas tres personas, dispuestas a entregarle su vida a la familia blanca de clase media a cambio de poco más que un plato de lentejas. Cuarón tiene el gran acierto de retratarlas.

Roma es una sutil pero brillante denuncia política de la represión del PRI. Mi secuencia favorita es el entrenamiento paramilitar de los halcones. Ahí están los kendos (garrotes), los camiones de la basura en los que se camuflaron (se disfrazaron de recolectores de basura), los entrenadores extranjeros que les enseñan artes marciales y, como toque maestro, un cerro en el fondo que exhibe en letras gigantes las siglas del entonces presidente Luis Echeverría Álvarez (1970-1976).

Ese entrenamiento ocurre en Ciudad Nezahualcóyotl. El retrato del que entonces era un barrio marginal es breve pero preciso: casas de cartón sobre calles de lodo donde vive la reserva de trabajo, las mujeres dispuestas a relevar a Cleo o Adela en caso de que la familia de clase media se levante un día de malas y las eche a la calle. Cuarón tiene la audacia de recrear la matanza del Jueves de Corpus —la primera movilización estudiantil después del 2 de octubre de 1968— y que, al igual que Tlatelolco, fue sofocada con balas y garrotazos. El contraste no podría ser más estremecedor: el mismo régimen que construyó el IMSS e impulsó el crecimiento económico es un gobierno sangriento que entrena a los pobres para salir a matar a los disidentes.

Ahora que está de moda comparar a Andrés Manuel López Obrador con Luis Echeverría habría que analizar los límites de ambas épocas. Por más que se esfuerce, López Obrador nunca producirá otro milagro como el del medio siglo XX. Tampoco podría acribillar una manifestación opositora sin perder el poder.

La Cuarta Transformación es, en realidad, mucho más débil que ese pasado que dice transformar. Lo único que sí se ha multiplicado, casi 50 años después, son los barrios marginales y las millones de Cleos y Nancys que están dispuestas a dar su vida por sobrevivir, una mano de obra que sostiene a la clase media del país gracias a su abundancia y trabajo barato. Por eso Roma es, tristemente, tan vigente hoy como en 1971.

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