Por Enrique Aranda Ochoa
Más de una vez estuve a punto de recuperar mi libertad, pero al final algo –o alguien– intervenía y yo me quedaba en el hoyo que es la cárcel. En 2017, cuando por fin pisé la calle otra vez, después de 20 años en prisión, fue como haber sido escupido en otra ciudad, en otro mundo. No solo había cambiado de nombre –ahora el Distrito Federal era la Ciudad de México–, todo, absolutamente todo, estaba cambiado. No sólo por las faraónicas obras urbanísticas, sino por los rostros de la gente que en muchos casos revelaban esa “callada desesperación” a la que ya se refería Thoreau, el solitario de los bosques.
Casi palpaba las invisibles rejas de esa otra inmensa prisión. Me impactó constatar cómo cada celular era dueño de una persona en particular, manteniéndola cautiva; lo mismo fue percatarme de que el monstruo de asfalto estaba al borde del infarto vial con sus siete millones de automóviles circulando diariamente (todas son ya “horas pico”).
Pero al menos era la mismísima lleca, tantas veces añorada e idealizada en cautiverio. Y no obstante lo prolongado de éste, no me fue especialmente difícil la reinserción social, salvo en el aspecto laboral. Si bien insuficiente, me ayudó algo la indemnización económica del gobierno capitalino, cumpliendo uno de los puntos de la Recomendación 12/02 que emitió la CDHDF por tortura y violación a garantías jurídicas (de hecho las ONG, nacionales e internacionales, me reconocían como “preso político”, lo que aunado al vital apoyo de la familia fue fundamental para la buena salud anímica y espiritual).
Tuve enorme descanso al ya no sufrir los atropellos de algunos juzgados (sobre todo de la Primera Sala del TSJDF, que prolongó de modo injustificado el martirio); un poder injustificadamente intocable el judicial, de hipertrofiados sueldazos, y que para colmo no rinde cuentas a nadie pues no contamos siquiera con un observatorio ciudadano que dé cuenta de sus complicidades y componendas.
Actualmente alterno mi tiempo entre la revisión de los ocho libros que escribí en cautiverio, la impartición de clases, cursos y talleres de psicoyoga, como le llamo, a particulares y empresas, e incluso he dado psicoterapia (uno de mis posgrados es en psicología clínica, el otro en Letras). Asimismo, he trabajado como asesor literario, revisando textos poéticos y ensayos; no obstante, como es sabido, freelancear es estar sujeto a un ingreso económico incierto, inconstante en todo caso. Hago votos porque el cambio político y social que empezamos a vivir nos ofrezca la posibilidad de contar con mejores y más estables oportunidades laborales para todos.
Considero que ahora que venturosamente se va a liberar a cerca de dos centenares de presos políticos en virtud de una ley de amnistía (y por la que tanto tiempo hemos estado luchando varios, ya cabildeando, ya con plantones o imprimiendo volantes) sería muy oportuno establecer un programa o alguna instancia que ayude a lograr una transición menos difícil hacia la realidad social imperante a los inminentes liberados, incluso con pertinentes apoyos laborales, dado que los prejuicios y estigmatización contra quien ha estado privado de la libertad en algún reclusorio aún imperan en prácticamente todos los ámbitos sociales.
De esta manera se preserva la dignidad humana de los beneficiados y no se convierten en innecesarias cargas económicas para sus respectivas familias, parientes, amigos u organizaciones que los respaldan. Es indispensable pues un acompañamiento y respaldo efectivo a tod@s aquell@s que han sido víctimas del Estado mexicano, luchador@s sociales, defensor@s de estimables causas comunitarias o sociales, valientes ciudadan@s que se atreven a llevar a cabo lo que muchos otros sólo propugnan desde la comodidad de su sillón favorito, ya sea meramente hablándolo o ya incluso escribiéndolo.
Por lo pronto, personalmente “agradezco a los hados la cárcel”, como dice el conocido soneto que Borges dedica a Cervantes, pues para mí fue toda una matriz de (re)nacimiento, un verse obligado a volver la mirada al interior, donde me aguardaba el hallazgo de perdurables y verdaderas riquezas, la transmutación de mi propio ser, descubriendo el poder del servicio, ayudándome el ayudar a otros, lo que me otorgó la más importante boleta de libertad en la vida, liberado ya de multitud de apegos esclavizadores que encadenan a rejas que no por impalpables son menos opresivas, no creyendo ya que únicamente basta ir a cualquier parte para demostrar la propia libertad.
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