Yo tuve un sueño

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Le marco al Chimuelo. No me contesta. El tanque estacionario está a punto de vaciarse y el Chimuelo, mi gasero de confianza, no da señales de vida. Le mando un mensaje desesperado: “por favor, me urge que venga a ponerme gas”. Las palomitas se pintan de azul, me deja en visto. Una de las niñas amaneció con la nariz tapada. Le limpio los mocos con mi pijama. Son las dos de la tarde y sigo en pijama. La más grande de las niñas está aburrida, quiere jugar, ni su mamá ni yo le hacemos caso, cada uno pegado a una pantalla: tenemos que entregar trabajos urgentes. Una niña tira un vaso de agua, la otra empieza a llorar: ¿por qué a ella sí le das chichi y a mí no?, le reclama a su madre. 

Pienso: es el último artículo que le dedico a López Obrador. Quiero recuperar la mirada a ras de tierra, escribir sobre la gente común, sobre la pequeña historia que nunca llega a los diarios. Pero a un año de la victoria de Andrés Manuel pienso en algunos sueños rotos: 

La madre de un bebé de un año que tuvo que dejar su empleo como vendedora en un tianguis porque le cerraron la estancia infantil para su hijo.

El experto en botánica que ya no pudo ir a un congreso internacional porque el presidente le negó “la comisión al extranjero”.

La familia mixteca que recibía un modesto subsidio de Prospera, que la obligaba a enviar a sus hijos a la escuela y a la clínica. Le cancelaron Prospera y la clínica ya no tiene personal de salud. 

El migrante salvadoreño que murió ahogado en el Río Bravo con su pequeña hija.

Hace un año México era una fiesta. El cambio parecía tan fácil: bastaba con cruzar una boleta. Las elecciones nos ofrecen esa ficción: la transformación no pasa por destruir los antiguos intereses creados, ni por la toma del poder de las clases oprimidas, sino que basta con elegir al hombre correcto. Pero nunca pueden faltar los aguafiestas, los escépticos, los que dijimos antes de las elecciones: López Obrador no representa cambio alguno, porque le ha garantizado a la “mafia del poder” —por usar su propio lenguaje— que no tocará sus intereses. Ahora podemos decirlo: los aguafiestas nos quedamos cortos: Andrés Manuel rebasó por la derecha las expectativas más pesimistas. Bastan tres ejemplos:

La criminalización de los migrantes centroamericanos: 25 mil soldados los cazan al sur y al norte del país. 

El adelgazamiento del Estado: despido de miles de burócratas, recorte a la ciencia, la cultura y el medio ambiente. Y esos ahorros destinados a pagar deuda, en particular la de Petróleos Mexicanos.

El debilitamiento de los programas sociales que, mal que bien, funcionaban: la desaparición de las estancias infantiles, de Prospera, del instituto para la construcción de escuelas, de los subsidios a las organizaciones civiles. 

Escribo y ya es hora de comer. El Chimuelo sigue sin contestar, de la estufa saldrán las últimas hebras de fuego. Pidamos una pizza, propone una voz. No encontramos el teléfono de nuestras preferidas. Las niñas tienen hambre, a mí me urge un baño. Ya no quiero escribir sobre López Obrador. “Es como el reggaetón, cansa los oídos”, me dijo un taxista hace unos días mientras le cambiaba de estación. Y sí: un puñado de frases repetidas hasta el cansancio cada mañana. Volteo: la bebé ya se metió un papel a la boca, ¡cuidado! Su mamá se los saca, ella protesta; son los apuntes del libro que nunca puedo terminar. Se ha comido la última versión del índice. 

Hace un año tuve un sueño. Como todo pesimista soñé con estar equivocado. López Obrador sería un presidente socialdemócrata: aumentaría impuestos a los ricos y los redistribuiría. Fundaría escuelas y universidades (universidades de verdad, no caricaturas como las escuelas para titular a licenciados en beisbol), devolvería al ejército a los cuarteles y construiría una policía civil. Y los escépticos habríamos de decir: es verdad, valió la pena. 

Ha bastado un año para despertar. 

¡Ya contestó el Chimuelo! Voy para allá, dice. Me podré bañar por la tarde.

Por fin una buena noticia.

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