La peste y el conocimiento

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Con demasiada frecuencia, nuestro presidente y nuestro gobierno parecen estar en una guerra contra el conocimiento. Sobran los ejemplos del mandatario ninguneando a especialistas de casi cualquier área, descalificando su experiencia.

Le ha tocado a casi todos los gremios: a economistas, por supuesto, por ser neoliberales, a arquitectos, ingenieros, científicos. Los periodistas somos uno de los sectores más cuestionados, y hasta a los médicos les tocó un raspón.

Después haría una especie de disculpa, pero los ataques a quienes han construido conocimiento y que desafían su sabiduría no han cesado. De igual forma, una y otra vez ha dicho que “no hay mucha ciencia” en gobernar. 

Distintas personas de su gobierno han seguido la misma línea. La titular del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología nos entregó la frase “ciencia neoliberal”, que retumbó en la comunidad científica.

Podemos ser todo lo críticos que queramos del neoliberalismo. Es, en efecto, un sistema que perpetúa las desigualdades y fomenta la acumulación de la riqueza. Pero hablar de ciencia neoliberal es una fantasía ideológica. La ciencia no responde a ideologías, responde a pruebas y errores, a confirmaciones y hechos verificables. Lo que puede ser ideológico, es la decisión de cómo se invierte dinero en la ciencia.

En su novela “La peste”, Albert Camus pareció estar viendo el futuro de lo que sería esta pandemia, no solo en México sino que en varios países mundo. En esa historia, publicada en 1947, seguimos a un médico en Argel, una ciudad al norte de África, que enfrenta un brote de peste negra.

La narrativa es idéntica a lo que hemos visto. Primero, las autoridades desestiman la enfermedad, la niegan o la ignoran. Cuando ya no les queda de otra la atienden, pero lo hacen ocultando o minimizando la información.

El médico tiene que enfrentar a una burocracia que no siempre sabe que lo hace, mientras ve a la ciudadanía sufrir los estragos de la enfermedad. La novela reflexiona sobre enfrentar a una plaga biológica y una ideológica al mismo tiempo.

Esa visión ideológica y no pragmática de los problemas es la que vemos cuando el presidente, por ejemplo, asegura que las familias mexicanas son “diferentes” y que por ello no hay aumento en la violencia intrafamiliar, contra toda evidencia.

También es lo que vemos cuándo se construye la fantasía de la soberanía energética o tecnológica. La verdad de las cosas es que ninguna de esas supuestas independencias son realistas ni deseables. Es grave el mensaje que le estamos dando al mundo, así como a los inversionistas internacionales, sobre todo porque necesitaremos recursos e ideas frescas para poder reactivar nuestra economía.

Un país abierto, que da y recibe, siempre con equilibrio, es uno que tiene mejores posibilidades de prosperar y de avanzar, que uno que se ha puesto en una cuarentena económica y científica. Encerrarnos en nuestras casas ha sido difícil para la mayor parte de las personas y para las economías, y nos debe dejar una lección fundamental: cerrar la puerta tiene un alto precio. 

Tiene un precio social, tiene un precio económico y tiene un precio emocional. Había que hacerlo, pero nos ha costado. Sin embargo, cerrar las puertas al conocimiento y a los especialistas, tiene un precio catastrófico. 

Soñamos que somos especiales y que México todo lo puede solo. No es así. Necesitamos de los aprendizajes de otras naciones, de las enseñanzas de otras comunidades. Necesitamos la humildad de tener la disposición de aprender de los demás, así como la generosidad de enseñarles lo que sabemos.

Dice la máxima que “conocimiento es poder”. De igual forma, ignorancia es debilidad. 

Es hora de decidir qué clase de país queremos ser.

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