López Obrador es un experto en el uso de los símbolos

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Pero empobrece el debate político

Vivimos tiempos extraños. En la época de mayor libertad de expresión, somos más cuestionados que nunca por criticar al poder. En el tiempo de la democracia, las turbas, ya sean reales o digitales, son quienes tratan de silenciar a las personas con las que no están de acuerdo. Ya no es tiempo de posturas u opiniones, es el tiempo de los radicales.

Ya sea quienes son leales al régimen o quienes se atreven a cuestionarlo, no hay ya medias tintas ni puntos de equilibrio: o estás en un bando o estás en el otro. Las voces que buscan conciliación o, al menos, debates racionales, no tienen dónde pararse.

Cuando estamos polarizados, lo que más falta nos hace son símbolos y personajes. No hay una buena historia si no hay malos y buenos. Necesitamos héroes y villanos, que nos ayuden a entender a quién tenemos que apoyar y a quién debemos detestar, sin importar los matices.

Y también necesitamos emblemas y lugares sagrados. Uno de ellos sería, por ejemplo, el Nuevo Aeropuerto Internacional que se estaba construyendo en el Lago de Texcoco. Para un bando era el símbolo de nuestra entrada al primer mundo, mientras que para el otro era la corrupción hecha realidad.

La verdad es que todos se quedaron con la frustración. Ni habrá aeropuerto, ni hay lago, ni hay corruptos en la cárcel, ni hay avance económico. Nadie ganó. 

Pero nuestro presidente es un maestro del uso de los símbolos. Sabe que la gente, en particular su gente, conecta con ellos y les unifica. Por eso el famoso avión presidencial. Es un símbolo de los excesos del pasado, de los gobiernos que despilfarran el dinero del pueblo. Hay que repartir su valor entre quienes más lo necesitan. 

Sobra contar la historia de la rifa del avión. Pero hay otro símbolo que ahora, en los tiempos del COVID-19, ha sido resucitado por el presidente: Los Pinos.

El lugar que durante décadas fue la residencia presidencial, así como oficinas de distintas instancias del gobierno, era el emblema perfecto de los excesos y lujos del “gobierno rico”. López Obrador nunca ocupó esa instalación, y se fue a vivir a la modestia del Palacio Nacional. Así, entregó al pueblo la mansión de Los Pinos.

El pueblo no supo mucho qué hacer con el lugar. Aparte de ser un recinto para pasear y ver el abuso que sufrimos, no había tenido mayor función hasta ahora que se ha convertido en un alojamiento para médicos que atienden la pandemia del coronavirus.

Los Pinos fueron acondicionados, pero no sabemos a qué costo ni por qué se tomó esa decisión en particular. Bien pudo el gobierno colocar a estas personas que trabajan en la salud en hoteles cercanos a los hospitales, a fin de que tuvieran condiciones sanitarias y de privacía adecuadas. De paso, podría haber ayudado a esas empresas a mantener sus ingresos. Pero eso, si bien era eficiente, no tenía “significado”. No era “devolverle al pueblo lo robado”, como nos gusta decir ahora.

Los símbolos políticos son como los símbolos religiosos: no hay gran diferencia entre el Santo Grial y el Pueblo Bueno. Ambos son conceptos mágicos, ideales. Las narrativas de buenos y malos, de puros y condenados, ayudan a la gente a redimirse y sentir que están en el lugar correcto de la historia. Sirven para unir a las masas en torno a proyectos, dioses o ideologías. Pero sirven poco para resolver los problemas de la gente.

Al final del día, la simpleza de nuestra política dependerá de cuán simples seamos. Quizá es hora de apostar por los matices, la crítica y el conocimiento. Eso nos demanda más esfuerzo, pero también nos permitirá crear una nación más generosa. Y quizá, algún día, más democrática.

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