¿Qué esconde la alianza de AMLO y Trump?

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Pocos líderes mundiales han sido tan erráticos en su relación con el mundo como el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. 

Fue un candidato divisivo y hostil, en particular con los mexicanos. En campaña, nos acusó de ser violadores y criminales, y construyó toda su narrativa electoral en torno a un muro que, según dijo, México tendría que pagar.

En esa época, el entonces presidente de México, Enrique Peña Nieto, tomó la controversial decisión de invitar a Trump durante su campaña a venir a México a dialogar.  Eran los buenos tiempos en que criticar al presidente era bien visto, y Peña Nieto fue muy castigado por la opinión pública por esa acción.

Andrés Manuel López Obrador, tanto como candidato y ya siendo presidente electo, advirtió que pondría a Trump “en su lugar” y que siempre protegería la soberanía nacional.

Hoy, las cosas han cambiado. Desde el principio del gobierno actual, la relación entre los dos presidentes se ha convertido en una cálida amistad, a pesar de que nunca se han reunido.

No debería sorprendernos demasiado. Primero, está claro que México no tiene relación internacional más importante que con Estados Unidos. Son el principal socio comercial, y hay millones de mexicanos viviendo en ese país. Tenemos una de las fronteras más grandes y dinámicas del planeta. Nuestras economías están profundamente conectadas.

En segundo lugar, López Obrador y Trump comparten muchos rasgos comunes. Ambos tienen una tendencia a construir sus propias realidades y basar sus decisiones en los datos que les gustan, no necesariamente en la realidad. Ninguno de los dos tiene aprecio por la ciencia.

Esto fue muy evidente en su descuidado manejo de la crisis del COVID-19. Los dos iniciaron desestimando la enfermedad y llamando a mantener la normalidad, hasta que no les quedó más que reconocer que es un tema grave.

Ambos también prefieren estar en campaña que ser gobierno. Pocos habrán notado que el fin de semana pasado fue el primero en que López Obrador no salió de gira, y Trump apenas dejó de organizar eventos masivos con sus seguidores.

De igual forma, son dos líderes que utilizan una retórica de la división. Les gusta -y les sirve para conectar con su público- usar apodos, calificativos e insultos para referirse a la oposición. 

Los dos también tienen una base de apoyo que se basa en la estridencia. Es decir, en la descalificación radical de cualquier cuestionamiento, acusando a todo crítico de estar vendido a una entidad misteriosa o de estar protegiendo intereses ocultos. No hay espacio para el debate o el intercambio de ideas.

Pero lo que es nuevo es que nuestro gobierno, cuyo discurso se basa en la soberanía, está como pocas veces a la orden del presidente de los Estados Unidos. Lo vimos desde el principio, cuando se puso a la Guardia Nacional a cumplir la orden de Trump de detener a los migrantes centroamericanos. 

También nos convertimos, en los hechos, en el tercer país seguro de EU. Es decir, en el lugar al que mandan a todos los expulsados de su territorio, independientemente de su nacionalidad.

El pacto por la reducción de la producción de petróleo es otro ejemplo. Aquí se ha vendido como un gran acuerdo en el que, según nos dicen, no hubo ningún secreto. Pero la verdad es que es imposible que Trump haya pactado con México a cambio de nada.

Ya sea para recibir apoyo electoral de los latinos que tanto desprecia o por un pago que aún no conocemos, está claro que este acuerdo tendrá un precio para nuestro país. Trump mismo aclaró que les pagaremos en algún momento, para disipar dudas.

Mientras Trump y López Obrador intercambian halagos y felicitaciones, el petróleo sigue sin subir de precio, y nuestra soberanía está cada vez más frágil.

Y sin embargo, la izquierda mexicana, que históricamente ha condenado la debilidad de nuestros gobiernos ante los Estados Unidos, parece estar gritando “Trump, hermano, ya eres mexicano”.

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