Un arma que nos apunta

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Layda Sansores debería terminar en la cárcel. O eso es lo que contempla la Ley. Junto con Layda, son muchas las personalidades públicas que deberían ser investigadas por cometer un delito que contempla el Código Penal.

El Artículo 211 Bis específica que “a quien revele, divulgue o utilice indebidamente o en perjuicio de otro, información o imágenes obtenidas en una intervención de comunicación privada, se le aplicarán sanciones de seis a doce años de prisión y de trescientos a seiscientos días multa.”

En este supuesto ha caído Sansores al exponer presuntos audios de Alejandro Moreno, presidente del PRI. Pero también quienes espiaron y difundieron los de Alejandro Gertz Manero o las imágenes de Pío, el hermano del presidente López Obrador. 

Simplemente, la semana pasada conocimos los audios del hijo del auditor superior de Tamaulipas soltando cañonazos de 5,000,000 de pesos a regidores de Reynosa para que lo ayuden a ser elegido como alcalde de esa ciudad.

El espionaje telefónico es casi tan viejo como el mismo teléfono. El espionaje lo aplaudimos en salas de cine, en las historias de espías de todas las épocas, de todas partes del mundo. El espionaje es, también, casi tan antiguo como la civilización misma.

Y nadie puede negar que gracias al espionaje han terminado guerras y se han ahorrado miles de muertes; pero también conocemos los efectos nocivos que puede ocasionar cuando es ilegal y se hace sin regulaciones.

Los estados autoritarios se dedican a eso: espiar a la ciudadanía para mantenerla controlada. Para deshacerse de sus enemigos. Para amedrentar a la sociedad. Y hay estados que se dicen democráticos que recurren a la misma espantosa práctica. 

Eso hizo a diestra y siniestra el gobierno de Estados Unidos luego del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York en 2001, por ejemplo, algo de lo que nos enteramos gracias a Julián Assange quien lo expuso en su famoso Wikileaks, lo que le ha provocado una persecución constante de parte del gobierno estadounidense.

México no es la excepción. Políticos, periodistas, activistas, actores, actrices, cantantes… nadie se ha librado del espionaje en distintas épocas de nuestra historia.

La siniestra Dirección Federal de Seguridad era famosa por espiar a propios y extraños durante una buena época del régimen priista. Lo mismo hizo el Cisen desde su creación y no existen razones para suponer que el gobierno de la autodenominada cuarta transformación lo haya dejado de hacer.

Más bien, parece que han llegado a un nuevo nivel de sofisticación en el que ya no solo espían a opositores sino que han comenzado a utilizar y exhibir audios para golpearlos públicamente, como es el caso de Alejandro Moreno y Layda Sansores.

Más allá de las antipatías que pueda despertar el líder priista, que son muchas, a todos y todas debería de preocuparnos mucho lo que está ocurriendo en esta nueva era de exhibicionismo impúdico desde el poder.

Porque hoy son Moreno, Gertz o el hijo de un funcionario estatal. Pero mañana puede ser cualquiera. 

La élite mexicana ha rebasado nuevos límites en eso de espiar. Y no podemos vivir la vida asumiendo -como lo hacemos ahora- que siempre hay alguien escuchando lo que decimos. No podemos normalizar la invasión a nuestra intimidad ni de parte del gobierno ni de las empresas de telefonía, software o ventas en línea.

Es hora de que hablemos de la manera en que se nos escucha y observa sin que lo sepamos. Que expongamos estas actividades como lo que son: un delito. Porque en este país nadie puede ni debe espiar a nadie, a menos de que lo autorice un juez. Y aún así, nadie debería difundir lo que hablamos, vemos o hacemos en privado bajo ninguna circunstancia.

Estamos ante un nuevo nivel de cinismo gubernamental. Estamos siendo testigos de una era de degradación de la política que urge detener. Por el bien de la sociedad y por el futuro de nuestra hijas e hijos. Porque la privacidad de las personas es elemental para vivir, innovar, emprender y desarrollarse como individuos.Porque nos merecemos un país que respete un derecho básico: el derecho a la intimidad.

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