Mucha gente ya no lo recordará, pero en el año 2000, cuando el Partido Revolucionario Institucional perdió la Presidencia por primera vez en la historia desde su creación, México vivió lo que se sentía impensable hasta poco antes: habría un gobierno de oposición.
Se sentía imposible porque ese partido había estado en el poder, en sus distintas versiones, desde 1929, aunque con su nombre actual desde 1946. Durante décadas el priismo dominaría todas las esferas de poder político.
Controlaban a las centrales obreras, a los sindicatos, a los grupos empresariales. Tenían mayoría absoluta en el Congreso, y la palabra del presidente era la ley. Ese largo periodo formó y definió la forma en que se hace política en México hasta hoy: a través de corporativismo, amiguismo y prebendas.
Ni la masacre de Tlatelolco en 1968, ni la crisis económica de los 80 o la rampante corrupción lograban sacarlos del poder. Su desmoronamiento comienza curiosamente con un fenómeno natural: el terremoto de 1985.
Esa tragedia -y sobre todo la incapacidad del gobierno de responder a ella- tuvo un profundo impacto en la sociedad que se vio obligada a organizarse y a partir de entonces se empezaron a formar grupos políticos más significativos que la pequeña oposición que existía.
Pero aún tomaría 15 años para que perdieran la Presidencia. Como todo gobierno autoritario, el priismo se podía dar el lujo de brincar de ideología según quién gobernara. Así, fuimos un Estado nacionalista y paternalista en un momento y neoliberal en otro, sin que cambiara el partido en el poder.
Aún tras su salida de la Presidencia en el año 2000 el PRI siguió fuerte, gobernando la mayor parte de los estados de la República y con una gran presencia en el Congreso. Nunca dejó de ser poderoso, e incluso pudo regresar al gobierno federal con Enrique Peña Nieto.
Es difícil de creer que ese gobierno sería el principio del fin para el priismo nacional. Tras la contundente derrota en 2018 ante Morena, lo único que ha hecho es perder espacios de poder, gobierno estatales, posiciones en el Congreso. Gran parte de sus cuadros han escapado hacia el partido de Andrés Manuel López Obrador. Sin poder, al PRI solo le ha quedado la división y el “sálvese quién pueda”.
Así, a solo 5 años de haber tenido la Presidencia y por primera vez en la historia, ni siquiera tendrá candidato propio a ese cargo, tras la declinación de Beatriz Paredes, su principal aspirante a representarles en el Frente Amplio por México. Con eso se selló la eventual designación de Xóchitl Galvéz, y ahora su única opción será negociar cargos y esperar que en alianza con sus antiguos enemigos logren volver a estar al menos cerca del poder.
¿Qué le espera al PRI en el futuro?
Con el actual liderazgo de Alejandro Moreno es difícil vislumbrar un cambio de filosofía política o de estrategia. La cúpula que hoy controla al partido no parece ser capaz de entender su momento político, y se aferra al recuerdo de cuando eran un partido que no necesitaba a nadie, sino que todos lo necesitaban a él.
Y lo curioso es que a pesar de que el PRI vive su ocaso, la cultura política que construyó sigue fuerte y sana. Morena y sus aliados han calcado sus prácticas clientelares, su uso faccioso de la justicia. Han buscado replicar el modelo estatista de los 70 y 80, haciendo del gobierno el principal empresario.
Han usado al Estado de la misma forma en que el viejo priismo lo hizo, buscando ser una fuerza hegemónica y sin contrapesos. Un regreso a los años dorados.
Las elecciones de 2024 serán una dura prueba para la oposición en su conjunto, pero en particular para el partido que alguna vez tuvo el poder absoluto.
Y será también una lección a tomar en cuenta para Morena y sus aliados: se puede tener el poder en un sexenio y perderlo por completo para el siguiente.
Vale la pena no olvidarlo.