La seguridad, un sueño lejano para México

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La semana pasada se publicó el Índice Global de Crimen Organizado 2020, un ranking que mide los niveles de crimen organizado y resiliencia a las actividades de la delincuencia en 193 países. Y no, México no es el país más inseguro del mundo pero estamos muy cerca: somos el cuarto país con peores resultados solo después de la República Democrática del Congo, Colombia y Myanmar.

La calificación de México en el ranking es 7.56, un par de décimas menos de lo que saca el peor evaluado, la República Democrática del Congo, y muy lejos de los países más seguros. Por si fuera poco, salimos peor calificados que países que llevan años en guerra como Afganistán e Irak o naciones cercanas a México sumamente violentas como Honduras.

¿Cómo llegamos hasta aquí? El reporte de este índice global llega a dos conclusiones que son poco comunes a la hora de pensar en el crimen organizado: la primera, es que la explotación humana a través del tráfico de personas es el negocio de la delincuencia organizada que más penetración ha tenido en los últimos años.

Lo segundo que resalta es que los funcionarios del Estado y las redes clientelares que influyen en las autoridades gubernamentales son los agentes más dominantes del crimen organizado y no los líderes de los carteles o los jefes de la mafia, como podría pensarse.

Estas dos conclusiones explican en parte por qué México sigue metido en una crisis de inseguridad que parece no tener fin. Por un lado, organismos internacionales como el Proyecto Polaris o el Global Survey Index señalan que en México hay aproximadamente 370,000 personas sometidas a alguna forma de esclavitud moderna como trabajos forzados o prostitución.

Por otro lado, desde hace décadas observamos cómo funcionarios de los más altos niveles del gobierno están involucrados en actividades ilegales. Desde exgobernadores como Javier Duarte, exsecretarios como Genaro García Luna o exdirectores de empresas estatales como Emilio Lozoya, funcionarios que estuvieron en los puestos de más alta responsabilidad se han involucrado en casos de corrupción o delincuencia y han minado las capacidades del Estado mexicano para combatirlas.

La crisis de inseguridad y violencia que se ha ido profundizando en el país durante los últimos quince años ha derivado en una grave crisis de derechos humanos. Quienes supuestamente son encargados de proteger a la ciudadanía son constantemente señalados por violar sus derechos.

En lo que va de 2021, la Comisión Nacional de Derechos Humanos ha recibido 772 quejas sobre las principales instituciones encargadas de nuestra seguridad: 322 de la Guardia Nacional, 277 de la Secretaría de la Defensa Nacional y 173 de la Fiscalía General de la República. 

Y esa crisis de derechos humanos se profundiza conforme pasa el tiempo. Entre 2012 y 2021, colectivos de familiares de víctimas de desaparecidos han encontrado 57 “campos de exterminio” tan solo en Tamaulipas. Estos lugares, que toman su nombre de las terribles experiencias de la Segunda Guerra Mundial, son espacios confinados en los que ocurre el asesinato masivo de personas.

Pero Tamaulipas no es el único estado del país en el que hay una profunda crisis de inseguridad y de violaciones de derechos humanos. En realidad, hay pocos estados donde la violencia no se ha recrudecido. Los grupos de delincuentes, protegidos desde el poder, utilizan cada vez métodos más crueles y armamentos más poderosos para conquistar territorios y amedrentar a las personas.

Y mientras tanto, la ciudadanía está indefensa ante tal embate porque además, las fuerzas de seguridad que tendrían que estar dedicadas a cuidarnos están distraídas en tareas que deberían de hacer autoridades civiles como construir aeropuertos y trenes, o gestionar aduanas.

¿Qué opciones tenemos como ciudadanía para defendernos ante esta ola abrumante de inseguridad? Una medida que han tomado algunos países como Estados Unidos es dejar que las personas adquieran armas para defenderse. En México, las restricciones para obtener y portar armas no han limitado su proliferación.

Quizá habría que empezar a preguntarse si relajar estas restricciones podría ser una medida para resolver el problema de la inseguridad o si hacerlo traería consecuencias más graves que las que tenemos hoy. Lo cierto es que el estado actual de las cosas es el peor de los dos mundos: hace que los delincuentes puedan acceder a armas de alto calibre en el mercado negro e imposibilita su acceso a los ciudadanos comunes.

Por lo pronto, en Cuestione pensamos que es momento de volverse a tomar en serio la crisis de violencia que atraviesa al país. En su última comparecencia en la Cámara de Senadores, la secretaria de Seguridad y Protección Ciudadana, Rosa Icela Rodríguez, dijo que el “abrazos no balazos” no significa que las autoridades estén cruzadas de brazos. También afirmó que este gobierno está resolviendo las causas de la delincuencia, como la pobreza y la exclusión.

Y aunque estamos de acuerdo con que México necesita urgentemente mejorar las condiciones de vida de los más pobres, el gobierno tiene que cumplir con su tarea primordial: garantizar la seguridad y la vida de las y los ciudadanos y dejar de inventar juegos de palabras. No podemos seguir en este declive que nos llevará, tarde o temprano, a ser el país más inseguro del mundo. 

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