Un Estado nos vigila

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Imagínate que un día te detiene la policía porque te pasaste un alto. Y que, además de explicarte que tienes una multa, te dice que sabe cuántos impuestos debes, te reclama porque faltaste a tu última cita en un hospital del IMSS, e incluso sabe que el viernes pasado bebiste y cambiaste tu ruta habitual para esquivar a un alcoholímetro.

Eso que podría ser una escena de una novela, como la famosa 1984, de George Orwell, o una película como Sentencia Previa, donde salía Tom Cruise, es más real de lo que pensamos.

Y es que las discusiones de las últimas semanas nos deben alertar sobre los riesgos de que el Estado tenga nuestra información personal: la Secretaría de Gobernación pidió, de manera formal, que el Instituto Nacional Electoral le entregara los datos de más de 88 millones de mexicanos que están inscritos en el padrón electoral. 

Y aunque además de la Constitución, las leyes de transparencia y, particularmente, la Ley  General de Protección de Datos Personales en Posesión de Sujetos Obligados regulan lo que el gobierno y otras instituciones pueden hacer con nuestros datos, en México estamos muy lejos de entender cuáles son los alcances y riesgos de que el Estado tenga nuestra información.

En otros países, tanto la discusión como la realidad tendrían que alertarnos.

Por ejemplo, en las protestas que empezaron en Chile a finales del año pasado o en las que han tenido lugar en Hong Kong, desde hace más de seis meses, los activistas han inventado distintas maneras de cubrir sus rostros para no ser ubicados por los sistemas de reconocimiento facial.

Y es que alegando motivos de seguridad, los gobiernos cada vez ponen más cámaras de circuito cerrado en las ciudades. Se estima que Gran Bretaña, por ejemplo, tiene dos de cada 10 cámaras de este tipo que existen en el mundo. La capacidad de vigilancia en ese país es tal, que organizaciones como Big Brother Watch han alertado que el estado británico está construyendo el sistema de vigilancia más totalitario del mundo para una democracia.

Sin embargo, la instalación de más cámaras no parece estar ayudando a resolver los crímenes: según un informe de la policía metropolitana de Londres, solo se resolvió un delito por cada mil cámaras instaladas.

Pero las cámaras con reconocimiento facial no son la única manera en que los estados adquieren nuestros datos personales: en México, para inscribirnos en el Servicio de Administración Tributaria y poder pagar impuestos, nos piden nuestros datos biométricos (iris y huellas dactilares). Algo similar sucede para poder tramitar una credencial de elector: tenemos que dejar nuestras huellas digitales y rasgos faciales.

esa información que cándidamente le damos a las autoridades puede, con un cambio de régimen o voluntad de un político o funcionario de seguridad, volverse en nuestra contra.

Otras veces, es la autoridad la que abusa de sus posibilidades de invadir nuestra privacidad, como ocurrió con el programa de espionaje israelí Pegasus, el cual instalaron en los teléfonos celulares de activistas y periodistas durante el gobierno de Enrique Peña Nieto.

Mientras los estados instalan tecnologías que solo estaban en las pesadillas de los escritores hace algunas décadas, ahora nosotros, voluntariamente, vamos entregando nuestros datos personales y compartiéndole nuestras preferencias a empresas tecnológicas y tradicionales.

¿Qué implica que el Estado o las compañías de redes sociales sepan todo de nosotros? Por un lado, que ponemos en riesgo nuestra privacidad, un derecho humano que permite que podamos desarrollar nuestra personalidad con mayor seguridad. Por otro, como se comprobó con el caso de Cambridge Analytica, durante las elecciones en Estados Unidos, corremos el peligro de ser destinatarios de propaganda específica, a partir de nuestras elecciones en las redes sociales. Así, nos pueden manipular con fines políticos.

Pero mucho más peligroso aún, las violaciones a nuestro derecho a la privacidad puede hacer que seamos víctimas de sistemas de vigilancia y control, al más puro estilo de las prácticas dictatoriales. El Estado pueden acceder a datos sobre nuestra salud, nuestras preferencias sexuales y nuestros gustos, es decir, nuestra información personal y usarla para cualquier fin que se le ocurra.

Y si esa posibilidad no está bien regulada, puede ser usada como arma política contra opositores o rivales.

Aunque en México, el artículo 16 de la Constitución protege los datos personales y las comunicaciones, la vigilancia extrema que puede desplegar el Estado tiene efectos negativos en los derechos humanos (como en el derecho a la libre asociación o a la protesta) y en grupos específicos de la población que son básicos para la vida democrática, como los periodistas o los activistas.

Es por ello que esta semana estaremos hablando de los riesgos que conlleva confiarle al Estado nuestra información. No para que nos volvamos paranoicos, sino para que sepamos qué puede pasar si le confiamos nuestra privacidad al hermano mayor.

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