Se conmemora la caída de Allende en Chile
El gas lacrimógeno se sigue respirando en las calles de Santiago de Chile. La primera vez que lo sentí, en mi vida, fue este mismo día, pero en 2004, cuando participé en una marcha para conmemorar a los caídos del golpe de Estado que derrocó al presidente Salvador Allende.
Había participado en cientos de marchas en México, y a sea para protestar o como periodista, y jamás me habían gaseado. No puedo olvidar la sensación: ácido en los ojos, garganta que se cierra, ardor en la nariz. Inmovilizante.
Los carabineros – la policía militarizada de Chile – tiene la mano fácil para recurrir a la fuerte, y ha sido señalada reiteradamente por organizaciones de Derechos Humanos por sus excesos. Sin embargo, lo que viví fue solo un resabio del horror del 11 de septiembre de 1973, y lo que trajo el quiebre democrático en el país andino.
Camelot socialista
Tres años – unos mil días – logró estar Salvador Allende en el poder. Tras una apretada victoria se impuso sobre la Democracia Cristiana y la derecha chilena. Era “el camino chileno al socialismo”, la promesa de sacar de la pobreza a la mayoría de la población, de construir una revolución pacífica y en paz.
Richard Nixon gobernaba los Estados Unidos, y desde el principio su administración se abocó a ahogar la posibilidad de tener otra Cuba en Sudamérica, sobre todo una que hiciera esa transformación por la vía de las urnas y no las armas.
“Hagan que la economía chilena grite” ordenó Nixon a la CIA según documentos desclasificados de una reunión el 15 de septiembre de 1970 – tres años antes del golpe – y mandata un plan de acción en 48 horas para ahogar al país y sembrar el camino para derrocar al socialista.

Desde entonces, la CIA, en alianza con grupos de ultra derecha chilena, empezaron un complejo plan para aislar al país y quebrarlo.
El mito del imperialismo yanqui destruyendo países socialistas – o diferentes – se consumó, según demuestran los documentos, con maestría en Chile. Abatir la economía, financiar a grupos radicales golpistas e, incluso, entrenarlos en técnicas subversivas incluyendo la tortura.
Ese 11 de septiembre de 1973, mis padres, Carla Rippey y Ricardo Pascoe, estaban en Santiago. Entonces simpatizantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), fueron sorprendidos en la calle por una patrulla militar. Ser extranjeros pudo salvarlos, pero aún así fueron golpeados a culatazos.
Después de refugiarse por varios días en casas de amigos – escondidos en una despensa – mi padre logró entrar a la Embajada de México, en ese entonces convertida en un santuario para perseguidos políticos; mi madre, estadunidense, tuvo que buscar asilo en la casa de un funcionario de las Naciones Unidas.
Los dos lograron salir finalmente del país vivos, pero perdieron amigos y colegas. Su historia – con todos los horrores que no toca contar aquí – fue afortunada.
Mauricio Weibel, destacado periodista chileno, era hijo de un líder de las juventudes comunistas. Le tocó ver, de niño, cómo su padre era detenido en un autobús por la policía secreta de Augusto Pinochet. Desapareció y su cuerpo nunca se encontró. Los acusados de su asesinato y desaparición forzada están en prisión, pero por otros crímenes.
El día del golpe, Salvador Allende decidió no escapar. Los golpistas, liderados por Pinochet, bombardearon la casa de gobierno – la Moneda – y la asediaron hasta matar o detener al compacto grupo de leales que se quedaron hasta el final con el presidente.
Allende habló varias veces por la radio a su país, alertando del golpe y pidiendo, enfáticamente, que la gente no saliera a dar la vida peleando contra las fuerzas armadas. En su legendario último mensaje, el presidente recordó el valor de su pueblo y dijo:
“Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.”
Poco después murió, en un supuesto suicidio que es parte de la historia oficial, pero muchos aún no creen.
Tras el golpe, comenzaría una larga dictadura de 17 años, que dejó un saldo de más de tres mil muertos, miles de desaparecidos y cientos de miles de torturados.
Hoy, 11 de septiembre de 2018, se cumplen 45 años de aquel fatídico día que cambió la historia de un país, y de un continente. El país, en el cual aún persisten divisiones sobre las razones y efectos del golpe, sigue buscando la reconciliación.
Y aún padece para encontrarla.