Estereotipos contra migrantes de Centroamérica, el muro mexicano

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Cuando Gabriela salió a la tienda por unas fotocopias en la colonia San Pedro de los Pinos en la Ciudad de México, regresó siendo víctima de discriminación. Al solicitarlas notaron su inocultable acento nicaragüense por debajo del cubrebocas y la dueña del negocio la apartó con la mano sin atreverse a tocarla. Le dijo “por favor no entres”. Mientras tanto, sin ningún contratiempo, un cliente mexicano ingresaba al local comercial sin mascarilla, en tiempos de pandemia.

Gabriela y su esposo están exiliados en México y ahora enfrentan otro muro que no es precisamente el construido por Donald Trump: el muro de los estereotipos.

“Respiré y me dije calma, el problema no lo tengo yo”. Gaby decidió esa tarde que la batalla por la ignorancia no valía la pena. Se dio la vuelta y buscó otro lugar para el fotocopiado.

Nicaragua, la tierra natal que expulsó al exilio a Gabriela, es un país de 6,546,000 habitantes gobernado hace 14 años por Daniel Ortega. Originaria de la capital nicaragüense y refugiada en la Ciudad de México desde el 2018, Gaby reconoce la existencia de estereotipos arraigados en la mente de los mexicanos sobre los migrantes y en particular de los que pertenecen a Centroamérica.

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“Para muchos mexicanos los centroamericanos somos una nacionalidad”, nos dijo. 

Gabriela, refugiada de Nicaragua en Ciudad de México. Foto: Cortesía.

Entonces tiene que volverse maestra de geografía en un afán por no perder la identidad de su país. Les explica que Nicaragua es parte de Centroamérica como Canadá, EU y México son parte de Norteamérica.

 “El problema con los estereotipos es que encasillan a los migrantes como un conjunto de individuos heterogéneos y pierden su individualidad”, explica en entrevista Manuel Vázquez, educador de paz y Coordinador de Desarrollo Institucional de la Universidad Albert Einstein. 

Cuando dices “los migrantes”, explica Vázquez, “descalificas una cantidad de características porque dejas de ver a los enfermos, a los padres de familia, a las personas que son víctimas de violencia. Pero además las miras bajo el velo de lo que tú crees que son los migrantes, como una amenaza. Quienes van a venir a sustituirte tu empleo, los que van a recibir recursos por políticas públicas y terminas entonces estigmatizándolas”. 

El antídoto para los estereotipos está en la dignidad, asegura el especialista. En reconocer que todas las personas sin importar su color, raza, acento o condición social, tienen derecho siempre a un trato digno.

Gabriela, por ejemplo, con su tono de voz nicaragüense, no debería representar un peligro para nadie.

En una tarde de octubre del 2018, Gabriela y su esposo salieron de Estelí, frontera con Honduras con destino a México. Ella pesaba 49 kilos, su tristeza y el miedo eran evidentes. Un compañero de trabajo le advirtió que se fuera del país porque si la metían a la cárcel, “ni agua podía llevarle”.

La advertencia que le hiciera a Gabriela su compañero de trabajo tenía sentido. El 18 de abril del mismo año, seis meses antes de la advertencia que la lanzó al exilio, Gaby marchaba en la Universidad Centroamericana (UCA), en la que años atrás estudió la licenciatura en Comunicación Social. Marchaba porque estaba inconforme con el gobierno del presidente, marchaba de la mano de cientos de jóvenes y adultos indignados por la Reforma de Seguridad Social que pretendía reducir las pensiones de los trabajadores en un 5% para rescatar al Instituto Nicaragüense de Seguridad Social. La presión ejercida por las manifestaciones, hizo que el presidente Daniel Ortega anunciara la cancelación de la reforma.

La protesta en la universidad se extendió a las calles y fue callada por las balas, en una tarde donde para Gabriela, “la policía en Nicaragua tiró a matar”.

Entre abril, mayo y junio del 2018, las calles de Nicaragua parecían un río azul caudaloso que amenazaba con desestabilizar al gobierno. Las principales avenidas se abarrotaron de inconformes y también de muertos. Con 351 asesinatos contabilizados por la Asociación nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANDPH) en tres meses, Gabriela vio lo que ninguna persona debería mirar. Francotiradores rafagueando su colonia, su cuadra, a ella y a su esposo. Así, decidieron partir a México como exiliados.

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 “Allí va ese pinche ratero”

José tiene una camisa de la selección Colombia pero no es colombiano sino hondureño. A los 14 años un “marero” de la pandilla Mara Salvatrucha, le advirtió que al cumplir la mayoría de edad regresaría por él. Lo querían para traficar droga, asesinar rivales de pandillas contrarias…

“Al primer llamado, las pandillas en Honduras te avisan que te van a reclutar. Al segundo te dan 48 horas para irte con ellos o morir”, nos explica José. El entonces adolescente no esperó a cumplir los 18 años para ver si las maras cumplían. Tomó un reloj barato, un teléfono celular para comunicarse con su mamá y cuatro monedas. Se montó en el peligroso viaje de La Bestia; como le robaron lo poco que llevaba, logró establecerse en Comalapa, Chiapas, cerca de la frontera.

Cuando le preguntan a José si es analfabeta responde nervioso que no. Pero si le vuelves a preguntar si sabe leer y escribir, asegura con timidez que “muy poquito”. El migrante de 37 años lleva 17 en México sin documentos que acrediten su estancia legal en el país. No entiende por qué migración se los niega todos los años y cree que morirá antes de conseguirlos.

De lo que sí sabe José es de trabajar en oficios. Comenzó ganando 40 pesos mexicanos diarios sembrando caña de azúcar. Una década y media después, ganaba 10 pesos más como ayudante en construcción, en una empresa  donde a migrantes de otras nacionalidades les pagaban mejor por hacer lo mismo.

De izquierda a derecha: José y Brayan, migrantes hondureños. Foto: Cortesía.

El hombre delgado, cuyo rostro trae las huellas del cansancio, tiene esposa hondureña en México y cuatro hijos. Su mujer unas veces trabaja y otras veces no. Ante la falta de estudios, el único trabajo que le ofrecen en la frontera mexicana es en cantinas y burdeles.

José es de pocas palabras. Aprendió a hablar únicamente lo necesario en tierras mexicanas. Cuando le notan el “hablado” de otro país, le gritan algunos mexicanos “allá va ese pinche ratero”.

“Me madrearon todos”

Brayan tiene 24 años y es originario de una comunidad indígena conocida como Mayén, a tres horas de Tegucigalpa, Honduras. No tiene ningún estudio, tampoco su familia que se dedica por temporadas a la siembra de frutas y verduras.

El número de personas obligadas a desplazarse en Centroamérica y México es de 1,142,037 de personas según cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en México. En el mismo portal se estima que el número de desplazados internos entre Honduras y El Salvador asciende a 318,500 personas.

Brayan está actualmente en Honduras porque lo acaban de deportar desde Chiapas, México. Después de una travesía cuyo objetivo era llegar a Estados Unidos, vio su sueño truncado a su paso por la frontera mexicana.

Cansado y con hambre, Brayan salió a recorrer las calles chiapanecas tocando de puerta en puerta para ver si alguien por humanidad le ofrecía cualquier trabajo. Salió a recorrer negocios con lo único que tenía puesto, el traje de la pobreza.

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Pero la pobreza también genera desprecio y estereotipos de los que Brayan no pudo escapar. Pobladores llamaron a la policía y en conjunto, lo sometieron en el piso, le patearon las costillas y le reventaron la cara en el pavimento. “Me madrearon todos”, cuenta el muchacho al que montaron a medio morir en un autobús para deportarlo de nuevo a Honduras donde lo esperan las Maras.

Brayan habla bajito y le cuesta hilar frases de forma ordenada. Insiste en que quiere trabajar en cualquier cosa y en un intento por justificar que lo hará bien, repite varias veces lo honrado que es. Cuando le preguntan cómo quisiera ser tratado en otros países, se queda pensando por varios minutos y  se auto pregunta: “pues como personas, ¿no?”.

José y Brayan, migrantes hondureños que quieren regresar a México. Foto: Cortesía.

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Resulta paradójico que algunos mexicanos tengan desprecio por los extranjeros cuando en Estados Unidos, por ejemplo, hay 57 millones de latinos y más del 63% son mexicanos, un grupo históricamente discriminado, “por razones de origen nacional, características físicas y de lengua”, se lee en el libro La discriminación a los mexicanos en Estados Unidos, de Abigail Calleja Fernández.

En México por su parte, uno de cada tres migrantes sufren violencia. Así lo revela un informe del Instituto Nacional de Salud Pública realizado entre la Universidad Nacional Autónoma de México y la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. En él, se explica que el 29% de los migrantes son víctimas de violencia física, sicológica y sexual.

Para Rebecca Cook, especialista en derechos humanos internacionales y de género, los estereotipos son “una enfermedad social, una forma de discriminación que las sociedades tienen la obligación de remediar”. 

Pero mientras eso ocurre, Gabriela, nicaragüense refugiada en Ciudad de México, exhorta a los mexicanos a reflexionar sobre la solidaridad, al respeto por el otro, a aplicar esa frase bíblica que se dice mucho pero que se aplica poco: “Haz a los demás todo lo que quieres que te hagan a ti”.

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