Refugio de libros, lectores y gente sin hogar

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¿Qué pasará con la biblioteca Vasconcelos?

Hay quien termina en una biblioteca sólo cuando todo está perdido. Tal vez por eso, Jorge del Villar viene aquí cada día, rigurosamente, a ocupar alguna de las computadoras disponibles en la Biblioteca Vasconcelos. La vejez le ha dejado un cuerpo frágil, bolsas llenas de tiliches que acomoda junto a la pantalla y delirios que nunca lo sueltan.

–Aquí me discriminan –dice mientras pierde sus ojos verdes en la nada–. Siempre me dan las computadoras numeradas con mala suerte: la 7, la 13, la 11. Algo tienen contra mí.

Esta situación es familiar para todos los empleados de la biblioteca. “Todos los días, personas en situación de calle llegan a pedir La Jornada o algún otro diario”, dice don Hipólito, responsable del área de Publicaciones Periódicas.

Pero no son los únicos que conviven con las quejas: “Ya no me dejan usar las computadoras”, dice Héctor, un vagabundo que lee un libro sobre Cienciología, “me pescaron dos veces tomando adentro y perdí ese privilegio”. Aunque intentan pasar inadvertidos, algunos indigentes, como Jorge, han hecho de este lugar un refugio, mientras que agarran un libro, quizá, de la Primera Guerra Mundial, se limpian en los lavabos la mugre de la ciudad, navegan horas por internet, duermen en los jardines.

La Biblioteca Vasconcelos se convirtió en el cuarto recinto cultural más visitado del país, sólo después de Teotihuacán, Chichén Itzá y el Museo de Antropología. Las actividades educativas y culturales aumentaron 217%, en comparación con la administración anterior. Además, los problemas de filtraciones y fugas de agua fueron reparados por completo, lo cual permitió habilitar el séptimo piso que sería aprovechado, sobre todo, para actividades educativas.

En promedio –entre el mantenimiento de toda la infraestructura, seguridad, personal– la biblioteca absorbe unos 13 millones de pesos anuales.

 Foto: Cristopher Rogel Blanquet

Más allá de los libros están las personas

1.- El superador

“Recuerdo a un usuario, Bernardo Cisneros”, cuenta Alejandra Quiroz, hasta hace unos días coordinadora del área de Servicios Educativos. Empezó a acudir a la biblioteca para no estar tanto tiempo en la calle y empezó a estudiar por su cuenta. Se enfocó en temas de superación personal. Bajó de peso, mejoró su apariencia. Un día nos propuso dar un taller de relajación. Dio unas ocho sesiones. Por desgracia su autoestima aún era frágil, hace mucho que no regresa.

2.- El electricista

Jorge detesta a los policías, no entiende por qué deben revisarle la mochila antes de entrar, pero con tal de lograrlo, accede. Este hombre de 64 años dice ser técnico-electricista, aunque sus zapatos destrozados y la enorme bolsa de plástico que carga a sus espaldas sugieren que dejó de ejercer su oficio hace tiempo.

“Los policías, los policías”, se queja. “Uno tiene que aguantarlos en todos lados, siempre detrás de uno. ¿Qué sentido tiene un policía en una biblioteca?”

3.- La realidad

La Biblioteca Pública de Seattle, por ejemplo, cuenta con asesores en salud mental, además de personal que brinda capacitación laboral, legal, en temas de alimentación o vivienda: la población sin casa es uno de sus principales ejes de trabajo. No es la única: la Biblioteca Pública de Colorado contrata personal con el propósito de ayudar a las personas en situación de calle a realizar el trámite para conseguir una vivienda de interés social.

Hasta diciembre pasado, era necesario mostrar un comprobante de domicilio para tramitar una credencial en la Biblioteca Pública de Berkeley; hoy este requisito fue eliminado para poder atender a la población callejera. Y la lista se extiende por todo el mundo.

La Vasconcelos nunca tuvo la capacidad económica para contratar personal especializado en personas sin techo, pero durante un tiempo –2014 a 2017– y con dinero que aportaba el mismo personal, se brindó apoyo para que personas sin documentos tramitaran su acta de nacimiento: un documento vital para acceder a cualquier servicio público. La mayoría de los beneficiarios fueron personas que dormían en la intemperie.

“Aquí el tiempo se detiene”, dice Marco Antonio Mandujano, un empleado de la construcción que acude a la Vasconcelos cada mañana. Algo en este espacio logra arrebatarlo del cansancio de las largas jornadas nocturnas, del desinterés. “Uno piensa que en una biblioteca hay puros estudiantes y yo aquí veo que hay gente de todo tipo, gente que, pese a todo lo que puede pasarle en la vida, aquí encuentra tranquilidad”.

Gente de todo tipo, dice y tiene razón cuando uno ve a los adolescentes que ensayan coreografías de K-pop en los patios, a la violinista que revive a Beethoven en los jardines, al ejecutivo que ofrece una charla de motivación en el séptimo piso, a las mujeres que comparten lecturas feministas en las salas de talleres, al muchacho que ajusta sus audífonos mientras escribe rimas de hip-hop; hay que sopesar esas palabras ante los rumores de que algunos baños son un punto de encuentro gay o al recordar al hombre de 44 años que se suicidó en uno de los pasillos en marzo del 2014. La biblioteca como un depositario de historias, como un epicentro de comunidad, donde la lectura se entrelaza con un sin fin actividades y placeres.

Tal vez este sea el principal acierto de Daniel Goldin, el hombre que desde 2013 y hasta hace unos días dirigía al equipo de la Vasconcelos: preguntarse qué debería ser una biblioteca pública en tiempos digitales. Bajo su administración, los visitantes registraron un promedio de dos millones, según la Secretaría de Cultura.

Goldin y la Vasconcelos

Muy cerca de la entrada de la biblioteca, un hombre vende alegrías sobre un huacal. David Martínez es indígena mixteco y tiene tres hijos: Gaby, Edith e Iván. Gaby, la chiquilla pecosa y risueña de ocho años sentada junto a él, es sorda.

“Hace como un año, el director de la biblioteca se acercó a nosotros”, dice David. “Invitó a Gaby al taller de lengua de señas. También yo fui algunos días, ps’ para aprender. Pero hace, qué será, como cinco semanas que ya no abren el taller. Dicen que no hay personal, que despidieron a muchos. Espero ver pronto con el señor Daniel, ps’, qué se puede hacer”.

Goldin logró transformar el elefante blanco en un proyecto social y comunitario que, más que centrarse en multiplicar el acervo, buscó atender las diversas necesidades de la comunidad y convertir al inmueble en un refugio no solo para los necesitados de libros.

Marx Arriaga, es el nuevo titular de la Dirección General de Bibliotecas, sobre quien pesa la responsabilidad de que Goldin se haya ido de la Vasconcelos: “Desocupa la oficina y bájate uno de los escritorios al sótano”, le pidieron.

La Secretaría de Cultura emitió un comunicado en el que se aclaraba que Goldin había presentado una renuncia voluntaria “por así convenir a sus intereses”.

“Lo renunciaron”, ríe uno de los empleados de base. “Yo tuve varios desencuentros con ese señor, con Goldin. Pero él logró lo que los dos directores anteriores no: aumentar el número de usuarios”

La historia turbulenta de la Vasconcelos

La edificación fue hecha por el reconocido arquitecto Alberto Kalach, inaugurada en mayo del 2006, en medio de la controversia desde el principio por ser una de las obras más costosas de la administración del entonces presidente Vicente Fox: mil 189 millones de pesos.

 Foto: Cristopher Rogel Blanquet

La construcción estuvo plagada de errores, a tal punto que tuvo que permanecer cerrada durante más de dos años debido a serias filtraciones de agua que ponían en riesgo el acervo y la estructura misma.

En marzo del 2007, la Auditoría Superior de la Federación emitió 36 observaciones por sus fallas estructurales –haciendo énfasis en una pérdida de al menos 19 millones de pesos por una mala gestión– y promocionó 13 averiguaciones contra funcionarios públicos involucrados en su construcción. Además, durante el periodo presidencial de Felipe Calderón se invirtieron otros 32 millones de pesos para terminar obras que no estuvieron contempladas en el proyecto original.

La Biblioteca comenzó a trabajar con 450 empleados eventuales, aunque 60% fueron despedidos un año después. Desde entonces ha funcionado con menos de 200 personas, una cifra menor si se le compara con las necesidades planteadas en el proyecto original. Y con más de 600 mil títulos, su acervo está lejos de llegar a los dos millones que se contemplaron inicialmente.

“El valor político de una Biblioteca –diría Goldin en una entrevista, apenas el año pasado– es la necesidad de ser congruentes con los principios básicos de nuestra constitución. El hecho de que todos los ciudadanos somos iguales. Acá hay personas que me dicen: cómo es posible que deje entrar a indigentes: ‘huelen mal’. Yo no me meto debajo de sus sobacos. Asumir la igualdad fundamental de toda persona, plenamente, es otorgarles la posibilidad de ser ellos mismos y también de transformarse. ¿Qué quiere decir ser indigente? ¿Cuantos escritores no fueron indigentes?”.

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