50 mil

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Los muertos de AMLO

México vive una tragedia. Por lo menos 50 mil mexicanos han muerto de una enfermedad potencialmente mortal, que golpea al mundo entero. Ninguna persona con algo de empatía podría dejar de coincidir con que estas 50 mil muertes, y los otros miles que vendrán, marcaron a toda una generación. El debate comienza cuando se reflexiona si estas muertes eran inevitables o en realidad la cifra podría ser mucho menor. 

Estas 50 mil muertes es un asunto de interés público y, por lo tanto, es ineludible el debate alrededor de la responsabilidad o no de los actores políticos en esta tragedia. Me parece que las posturas que son posibles verbalizar en ambos polos de la discusión son: “No podía evitarse” y “Son los muertos de AMLO”. 

“No podía evitarse”

Quienes sostengan esta postura podrán argumentar que el COVID-19 es un virus que ha golpeado a todos los países del planeta. Bajo esta premisa, podrán decir que es absurdo que se le quiera adjudicar toda la responsabilidad a un solo hombre. Además, el presidente o su subsecretario de salud no tienen poderes mágicos que les permitiesen aislar a la población, para evitar su contagio o para conseguir de la nada una vacuna para todos los mexicanos. 

Desde esta perspectiva, la frase es chocosa, pero cierta: la fuerza de contagio del presidente es exactamente igual a la de cualquier otra persona. El presidente no contagió a 50 mil personas. 

Por si fuera poco, países con mucho mejor infraestructura y tecnología para preservar la salud, también tuvieron miles de muertos por este virus. Varios presidentes o primeros ministros en Europa no tienen mucho mejores cuentas que entregar a su población. Incluso uno de los países más grandes, poderosos, adinerados y con una muy buena interconexión de sistemas de información como Estados Unidos, contabiliza muchos más muertos por COVID-19 que México. 

Finalmente, quien defienda este punto de vista podrá cuestionar que si se le achaca al presidente la responsabilidad de los 50 mil mexicanos y mexicanas muertos por COVID-19, dónde quedará la responsabilidad de otros actores políticos relevantes, como los gobernadores. Sobre todo: dónde queda la responsabilidad individual de aquellas personas que hicieron fiestas, no se quedaron en casa, no usaron cubrebocas e incluso dudaron de la veracidad de la pandemia, haciendo su vida cotidiana sin guardar las medidas mínimas de sana distancia. 

“Son los muertos de AMLO”

Aunque son atendibles los argumentos arriba expresados, me parece que no alcanzan para eximir de su responsabilidad al gobierno federal. La Constitución le da al presidente atribuciones de decisión y ejecución que no le da a ningún otro funcionario; además, el titular del Ejecutivo federal es el único que tiene oficinas en todas las entidades federativas, lo cual le permiten obtener una visión global de lo que sucede en todo el país. 

Finalmente, el acceso a recursos, fondos y políticas públicas transversales que tiene el presidente de la República no las tiene nadie más en México. 

Es importante enfatizar que al decir que el gobierno federal pudo haber hecho más, mucho más, para reducir la cifra de 50 mil mexicanos muertos, no se pretende relevar de su respectivo tramo de control a los gobernadores o disculpar a todos aquellos indolentes o escépticos que siguieron haciendo su vida normal aun cuando hubiesen podido quedarse en casa. 

Simplemente se pretende argumentar que los 50 mil mexicanos y mexicanas muertos pudiesen haberse evitado, si el presidente y su gobierno hubiesen tomado mejores decisiones. 

¿Cuáles son los argumentos de esta postura en el debate? 

Para empezar la tasa de mortalidad en los hospitales del IMSS es mucho mayor a la de la mayoría de los privados. La razón de esto se encuentra en la mala infraestructura hospitalaria, el insuficiente material y equipo médico, así como el reducido número de especialistas en procedimientos y uso de equipo demandado para atender a los pacientes de COVID-19. 

Creo que habría que ser muy obstinado como para no querer ver las decenas de protestas de médicos y enfermeras a todo lo largo y ancho del país por la pésima calidad de los insumos con que se les pedía que hicieran frente a la enfermedad. 

También, la falta de información oportuna para tomar buenas decisiones. Para el gobierno federal nunca fue prioridad hacer el mayor número posible de pruebas para la detección temprana de la enfermedad. Es cierto que el hacer pruebas no iba a curar a las personas, pero les hubiese permitido a los contagiados tomar decisiones importantes, como, por ejemplo, aislarse o avisar a aquellas personas con las que habían tenido contacto, para que éstas tomaran las medidas conducentes. 

Además, para el sector salud hubiese sido vital saber qué grupo poblacional se estaba contagiando más rápido, para poder focalizar las medidas de prevención y tratamiento. Hoy sabemos que el desprecio criminal del subsecretario de salud por las pruebas de detección temprana de COVID-19 le costó la vida a más mexicanos en niveles de pobreza. 

El estéril e innecesario debate del uso del cubrebocas comenzó desde la oficina presidencial, convirtiendo una decisión que salva vidas en una mofa mañanera y vespertina. Es cierto que el uso del cubrebocas no cura a las personas, pero sí reduce significativamente las posibilidades de contagio. Si el uso de este aditamento se hubiese impulsado por un presidente extraordinariamente popular en grupos poblacionales de bajos recursos, esos a los que les ha pegado más fuerte la pandemia, hoy habría menos mexicanos muertos. 

Las maromas y cifras mágicas del subsecretario López Gatell tampoco ayudaron mucho. No ayudaron para la comprensión general de la magnitud del problema; no ayudaron en la construcción de escenarios y la organización necesaria para su atención; y no ayudaron en la credibilidad del semáforo que permite realizar distintas actividades de naturaleza económica. Tampoco ayudó que la Secretaría de Gobernación esparciera la falsa creencia de que existen sustancias que “blindan” en contra del mortal virus. 

La gente más golpeada por esta enfermedad, también es la gente que tuvo que arriesgarlo todo por conseguir alimento para sus familias. Y la pérdida de empleos solo agravó la situación. Mientras tanto, el gobierno federal le bajó el salario a sus propios empleados, compró insumos y equipo médico a extranjeros, continuó con la construcción de un tren en medio de la selva, regaló acero de un aeropuerto para comprarlo en el otro y se negó a dar apoyos fiscales a quienes contratan a la mayoría de empleados formales de este país: las MIPyMES. 

Que todavía no se vea la luz al final de la tragedia y que todas las semanas estemos en la cresta de la curva, nos hacen correr el riesgo de acostumbrarnos al número de 50 mil, como si fuera una cifra que nada dice y que nada explica. También podemos hablar de los muertos, como si fuesen cruces en un panteón o actas de defunción en un archivero para fines estadísticos. Ambas opciones son equivocadas. 

Debemos pensar en esos 50 mil mexicanos y mexicanas que no volverán a sonreír ni podrán abrazar a sus seres queridos. Debemos de pensar en esas personas que no podrán cumplir sus sueños por culpa de un virus mortal y un gobierno que tomó malas decisiones. En ese sentido, será adecuado referirse a ellos como los muertos de AMLO. 

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