El Estado mexicano se ha vuelto una máquina de borrar la historia

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Caminar de regreso por donde pasó una marcha es una experiencia aterradora. Cuando ya no hay gritos ni rabia ni pancartas, queda el silencio de la vida cotidiana, el de todos los días y todos los otros que no estuvieron en la marcha y para quienes ese evento político no significó apenas nada. 

El lunes 26 de septiembre de 2022 se cumplieron ocho años de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y fui a cubrir la marcha del Ángel de la Independencia al Zócalo. Terminando el mitin en la Plaza de la Constitución, caminé de regreso por Reforma. Primero quise regresar por otras calles, tomé Madero, doblé en sentido contrario en Eje Central y agarré Independencia hacia Balderas. Como si algo me estuviera diciendo que no volviera tras mis pasos, que no fuera testigo de lo que irremediablemente terminaría por ver.

Pero seguí por Morelos hasta Reforma, no sin notar un camión blanco atravesado en Bucareli por si a los manifestantes se les hubiera ocurrido pasar por Gobernación.

Cuando llegué a Reforma, pude ver otra vez algo que había llamado mi atención en otras marchas: el personal de limpieza de la Ciudad de México quitaba todas las estampas y los posters, borraba las pintas de bardas, monumentos e, incluso, del pavimento. 

Me acerqué a platicar con algunas de ellas. Dos mujeres que tallaban afanosamente la calle con un cepillo de metal me dijeron que usaban thinner para borrar una pinta que parecía haber dicho “en dónde están”. 

También vi a un hombre tratando de quitar un poster que decía “Fue el ejército” y que habían pegado sobre la mampara de una exposición de arquitectura que también tenía varias pintas. Él me dijo que esas pintas no las iban a poder quitar porque borrarían las fotos de lugares turísticos que adornaban la banqueta de Reforma.

Me fui pensando en la crueldad con la que han tratado a las familias de los 43 estudiantes desaparecidos. Y en cómo el Estado mexicano se ha vuelto una máquina de borrar la historia, de desaparecer las huellas y la exigencia de verdad. Sin importar quién esté a la cabeza de ese aparato, se reproducen con una saña brutal los intentos de borrar el pasado, de quitarle a los dolientes incluso la posibilidad de manifestar su dolor.

Me quedé pensando en cómo debe doler que el Estado te desaparezca y en la hija de Rosendo Radilla que lleva años buscando a su padre, buscando la verdad y la justicia. Y en todas las personas que buscan a sus hermanas y hermanos, hijas, primos, tíos, amigos…

Pero la memoria es terca porque si olvidamos, cruzamos la última frontera que nos separa de la bestialidad estatal. 

Y la memoria es necia porque aunque el Estado insiste en borrar las huellas de los que marchan, no parece hacer mella en la voluntad de justicia de las familias de los 43.

Me quedé pensando en las discusiones que he tenido en estos días sobre los riesgos de seguir militarizando la vida. Y sobre cómo en la montaña de Guerrero esa es la cotidianidad desde hace demasiado tiempo: una donde el Ejército hace lo que se le da la gana, con la vida y con la muerte.

Seguí caminando por Reforma hasta pasar la Diana. Ahí acabó mi marcha. Ahí tuve que volver a mi realidad cotidiana, como si no pasara nada, como si también me tuviera que convencer de que todo el dolor y la rabia que vi y escuché se habían quedado atrás. 

Pensé también en que tendría que escribir esto, lo que fuera, para que mi memoria no se borrara, para soportar el dolor de presenciar el terror sin olvidarlo y para dejar algún testimonio sobre lo más trascendente que vi ese día, la rabia de quienes no se rinden.

“Si no hay pruebas de muerte, no aceptaremos la expresión del gobierno de que no hay indicios de vida”, dijo uno de los padres de los estudiantes en el mitin del Zócalo.

Y al día siguiente, el Estado de crueldad en el que vivimos les volvió a dar la espalda. Orillaron a renunciar al Fiscal especial que habían puesto para el caso y que había dado esperanzas a las familias de que podrían conocer la verdad.

Los Estados no son monolíticos: en ellos trabajan personas con agencia y libre albedrío que buscan que se conozca la verdad y se haga justicia. Pero también trabajan los soldados de la inercia, esos que se benefician de que todo siga igual y harán todo para que así suceda: borrarán todas las huellas, quitarán todos los letreros, limpiarán todas las calles.

Pero la memoria no se borra ni con thinner, y mientras haya dignidad, aunque no parezca, se estará haciendo justicia.

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