El Estado del Memorándum

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México vive un severo problema de aprecio por la legalidad. Las personas no cumplen la ley y las autoridades no quieren (y a veces no pueden) hacerla cumplir. Esto es un problema que, no por cotidiano deja de ser mayúsculo, y que afecta a distintas esferas de la vida del país, como la económica. Aunque puede haber un escenario mucho peor: un problema de aprecio por la constitucionalidad. Y veo, con preocupación, que hacia allá vamos.

¿Qué es un problema de aprecio por la constitucionalidad? Es la violación sistemática, ya sea por desdén o desconocimiento, de las normas constitucionales (las mismas que dan estructura y hacen que el Estado funcione), y el reconocimiento de nuestros derechos humanos. Este escenario no es poca cosa. Significaría que hemos claudicado en nuestra aspiración de vivir en un Estado Constitucional de Derecho y que su lugar será ocupado por algo más. La gran pregunta es: ¿qué será ese algo más y quién lo decidirá?

Es cierto que nuestra Constitución tiene tantos remiendos que es difícil leerla y mucho más aplicarla. También mandata realidades que hoy son lejanas, nadie lo duda. Pero está lejos, muy lejos, de ser un documento sin utilidad. En ella se establecen mecanismos de protección a los derechos humanos, como el amparo o la presunción de inocencia, así como mecanismos para limitar los excesos y abusos de los poderes políticos, como por ejemplo, las controversias constitucionales.

La simple existencia de nuestra Constitución es un límite al abuso de poder político. Fulminar la constitución es dinamitar la barda de contención de una avalancha de decisiones arbitrarias. Gracias a la Constitución, el Congreso de la Unión está integrado sólo por 628 personas y no por 1500. Gracias a la constitución los ministros sólo duran en su cargo 15 años y no 30. Gracias a la Constitución el presidente sólo dura seis años en el poder y no 18. Gracias a la constitución hay 32 entidades federativas y no 64. Y si estas normas jurídicas no son justas o equitativas o útiles, gracias a la Constitución hay un mecanismo de reforma a las mismas.

La primera línea de defensa de la ciudadanía en contra de los abusos de las personas que detentan un poder político se llama Constitución. Nos conviene que no se extinga su vigencia y aprecio y necesitamos que si el Presidente comete el error de emitir un acto de autoridad que no esté fundamentado en la Constitución, dicho error sea enmendado, en primer lugar por el emisor del acto y en segundo lugar por aquel poder que nació para ser su contrapeso: el Poder Legislativo.

Flaco favor le hacen a la democracia los legisladores que ven solo aciertos en el poder político que deberían contener, atemperar, detener y en su justa medida colaborar, auxiliar, pero no solapar, encubrir u ovacionar. La mejor apuesta para el desarrollo económico, la estabilidad social, la seguridad pública y el disfrute de las garantías individuales implica una Constitución que sea conocida y respetada por todos, en primer lugar, por los poderes políticos y las autoridades públicas.

¿Qué pasa si todos los días se viola, desde el poder político, la Constitución? Pronto no será más que un punto de referencia y no un punto de apoyo.

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