Hijos con hambre

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Bueno… ¿y qué onda con lo de las marcas?

Me refiero al infinito tren del mame que se ha vuelto ser poseedor de cosas, ropa y todo tipo de objetos y vestimentas que, antes que cualquier otra cosa, nos permitan flashear con orgullo su logo.

Las marcas se han vuelto una manera de sentir que pertenecemos y de comprobar que contamos con la validez oficial para ser parte de un selecto grupo de personas y estilo de vida indispensable para ser “felices”.

Es absolutamente cierto que las marcas sí pueden ser un sinónimo de calidad. No tengo nada en contra de ellas y aclaro que a mi también me gustan las cosas bien hechas y que duren más tiempo. Alucino el fast fashion -que nos hace pensar que está bien y es necesario consumir doce temporadas al año y que lo de hace un mes ya pasó de moda-  por ser una de las más grandes fuentes de contaminación del planeta y porque su éxito se basa en hacernos sentir permanentemente inadecuados y obsoletos.

Pero la cosa es que en la gran mayoría de los casos, lo que menos le importa a quién compra es la calidad o el hecho de consumir menos y mejor, el objetivo es que se note que consumes y consumes caro. Tener. Mostrar que puedes gastarte cantidades obscenas de dinero en un cinturón. En una bolsa. En un viaje, una fiesta o en cualquier otra cosa. La necesidad es TAN brutal que la industria paralela de piratería -para poder compensarle el trauma a los que no les alcanza- es probablemente igual o más fructífera que la de las originales.

Falsas u originales, (sin olvidar que las falsas y la piratería son un delito y pues… amigos, dense cuenta 🙄)  a mí francamente me parece patético que lo que más nos importe sea que nuestros hijos estén creciendo pensando que lo importante es eso: ser un anuncio permanente de alguien más como método primordial para presentarte y validarte ante el mundo, ó sea, pederear.

Qué tragedia vivir pretendiendo demostrarle a la real academia del tren del mame que sí somos esas personas. Que sí tenemos ese dinero  -incluso cuando miles de veces no es cierto y vivimos de las tarjetas- Qué horrendo que la aspiración en la vida sea tener. En lugar de ser. En lugar de dar.

Y tener, en chinga y sin esfuerzo, además. Porque no tiene nada de malo trabajar duro y gastarte tu lana en esa cosa que por alguna razón añoras. Está bien. Pero sucede que la chaviza -palabra dominguera de mi papá- ya no quiere ni trabajar… quiere que sus papis les compren todo ahorita mismo y su plan para el futuro es tener miles de seguidores para que por arte de magia, las marcas “los busquen” y les regalen cosas y la desgracia es que eso, efectivamente, sucede y las marcas lo hacen.

¿Dónde empieza ese círculo sin fin de hacerle a la mamada?

En nuestras casas.

Lo fomentamos al financiarles los caprichitos y al generarles “necesidades” pendejas  siendo los primeros en pensar que “tienen que” tener todas esas cosas -porque qué van a decir los demás y no vaya a ser que sea el único que no lo tenga o no vaya al plan. Lo ejemplificamos al ser nosotros mismos unos atascados. Lo permitimos al no saber decir ¡NO!. No te lo compro. No vas.

#TodoMal

La industria de las marcas se ha vuelto una adicción en donde nada, nunca, es suficiente además de un factor inclemente -y muy pero muy pendejo- para rankear y calificar -o descalificar- a las personas. Nuestros hijos están atrapados en esa espiral sin fin y su vida gira alrededor de la obsesión del momento que va brincando de una a la otra sin que parezca que vayan a acabar por estar satisfechos un día.

Creo que no estamos dimensionando el peligro que representa vivir insatisfechos permanentemente y que basen su felicidad en acumular cosas, o que tengan que estar en ciertos lugares para validar su vida, su autoestima y su paz mental y que de eso dependa estar, o no, contentos.

No soy ninguna científica ni tengo estudios que lo demuestren, pero estoy absolutamente convencida que los niveles de depresión, de letargo, de apatía, de adicciones y de insatisfacción permanente de tantísimos de los adolescentes y niños de hoy… tiene millones que ver con este tema.

Porque cuando nada, nunca, es suficiente, nada, nunca, va a ser suficiente.

Cuando nada nos cuesta trabajo, no aprenderemos nunca a valorar nada.

A ver, evidentemente cuando yo era puberta también quería pertenecer ¡es la descripción del puesto de un adolescente! Pero las aspiraciones eran unos tenis Keds, una carpeta Traper Keeper y ya en el colmo de la felicidad, una sudadera de GAP. La cosa es que ahora, pertenecer implica un nivel de derroche, de lujo y de show que se vuelve francamente ridículo, imposible y alarmante.

No tienen llenadera -diría mi papá- no hay nada que les alcance. Si están en un departamento impresionante en Acapulco, necesitan largarse a La Isla a ver qué compran. Sí se arma el viaje de generación, no es suficiente estar en el hotel en una súper playa, hay que pedir un up grade de cuarto porque que oso uno normal y obvio ir diario a un beach club diferente y además tener la opción de poder ir de compras o salir a un restaurant si les da flojera el otro plan. Si tienen la bolsa de la marca x a los 14, a los 15 ya quieren la otra y a los 16 qué oso esa era para cuando eran chiquitas. Más. Más. Más. Todo más. Todo el tiempo. Todo es desechable. Todo es inmediato. Todo es de vida o muerte y, si no lo tienen, es el fin del mundo.

Y yo pienso… ¿ellos son el futuro?

Ma-dres.

Insisto, no es que esté mal tener y querer cosas. El gran problema es que nuestros hijos ¡solo quieren tener cosas y no tanto hacer cosas!, especialmente si les implican tantito esfuerzo porque “qué flojera”… todo.

Otra vez: ¡ma-dres!

Necesitamos empezar a pensar tantito más en las consecuencias que todo este tren imparable del flasheo y la pose va a tener en sus vidas. En sus niveles de salud mental, en su capacidad de conectar en lugar de aparentar y en la voluntad de hacer algo por alguien más en lugar de pasarse la vida queriendo ser el popular y vivir como en un desfile de modas permanente y cuya única prioridad cotidiana sea elegir la selfie y el outfit del día con el filtro más favorecedor.

La realidad es que todos estos chavos llenos de cosas por fuera están totalmente vacíos por dentro y eso es, siempre, un accidente esperando a suceder. Y está sucediendo, diario.

Hay demasiados chavos suicidándose o viviendo una vida de “mentiritas” para tapar una depresión profunda. Nadie queremos eso. Nadie.

Queremos hijos que entiendan que la vida va mucho más allá de la marca de sus zapatos, el plan jetsetero del fin de semana y los likes que les pongan en su foto.

Hijos que sean capaces de establecer relaciones cercanas, reales y desinteresadas con otras personas y que tengan las ganas de hacer algo que aporte valor a su comunidad. ¿Que a cambio les de dinero y la posibilidad de darse sus gustos? ¡claro! Pero, sobre todo, la satisfacción que da sentirse útiles y buenos para algo.

Queremos hijos que sepan que la vida no es una pasarela ni un estado de perfección continua. Que tiene altas y bajas. Que es normal que no todos los días sean como una ida a Disney. Que la autovalidación y el amor propio no vienen de los corazoncitos de Instagram sino de los logros y del trabajo personal interno en donde las marcas no sirven para nada. Y que las mayores satisfacciones vienen siempre de poder ayudar a alguien más.

O, por ejemplo… si ya no nos vamos a salvar de la jalada esa del eurotrip por lo menos que aprovechen la inversión para meterse a los museos y tengan la curiosidad de aprender algo de otras culturas en lugar de tener como única  agenda -y nuestra bendición y tarjeta para hacerlo- ir a empedar sin cesar de un antro pretencioso al siguiente -más pretencioso- pidiendo botellas de champagne a gogo -que, además y sacrílegamente no son para tomar, sino para ponerles luces de bengala y vaciárselas encima mientras se graban los unos a los otros-.

La decadencia -diría mi abuelo.

Es verdaderamente vergonzoso. Y no es culpa de ellos. Es culpa de nosotros.

Hemos confundido darles “lo mejor”, con darles todo y el precio a pagar es su felicidad, esa que tantísimo nos importa. Porque la realidad es que la gran mayoría de esos chavos no son felices. Son chavos muy confundidos y, muchas de las veces, muy perdidos.

Por qué no trabajamos tantito más en ayudarlos a encontrar cosas que hacer que les enciendan y les alimenten el cerebro y les llenen el corazón. A encontrarse a ellos. A encontrar su pasión. Su ¿para qué soy bueno? O ya de perdis una chamba que les permita ahorrar y comprarse los pinches tenis carísimos que, además, les aseguro que en cuanto sea su lana, van a pensar dos veces si vale la pena gastársela en tanta pendejada o mejor la invierten en algo mejor. O la guardarán.

Sucede que lo más grave de todo esto es que incentivar, financiar y crecerlos en este sistema consumista y absurdo hace que los desconectemos completamente de la realidad del mundo en general y con eso, les estamos quitando  la posibilidad de empatizar con el entorno y querer hacer de este mundo un lugar mejor y poner su granito de arena.

Y esa es una verdadera desgracia.

Urge revisar las prioridades.

No se trata de cumplirles todos los caprichitos ni de resolverles la vida. Se trata de dejarlos siempre con un poco de hambre -y no me refiero a la comida- hambre de lograr las cosas por ellos mismos. Hambre de aprender. Hambre de conocer. Hambre de éxito. Hambre de aportar y sí, también de ganar dinero para poder comprar, pero no como objetivo principal sino como parte del círculo tan chingón que es saberte capaz de hacer muchas cosas y no solo de pederear y ser los juniors de papá y mamá.

Esa hambre no la vende ninguna marca. Se hace en casa. Y es el mejor regalo que les podemos dar.

Otro título de la autora: Tener o no tener (hijos), esa es la cuestión

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