La carta. Urzúa quema sus naves con AMLO

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Hace unos años los secretarios de Estado renunciaban por motivos de salud. Las renuncias eran el mejor tratamiento para sus enfermedades. A veces se reponían tan bien que regresaban a la política. 

Pongamos un caso cercano: Esteban Moctezuma. Se enfermó cuando era secretario de Gobernación de Ernesto Zedillo y dejó el Palacio de Covián. En ese mismo sexenio mejoró y fue secretario de Desarrollo Social y ahora —campeón de la lucha contra sus misteriosas dolencias— es el titular de la SEP

Carlos Urzúa no se prestó a ese ritual del régimen. Tampoco dejó que lo cesaran como le ocurrió a Tonatiuh Guillén, el excomisionado del Instituto Nacional de Migración. El secretario de Hacienda se fue dando un portazo en las narices de Andrés Manuel López Obrador y su forma de entender el liderazgo.

Enumeró las anomalias. Discrepancias, políticas públicas sin sustento, imposición de funcionarios incapaces y conflicto de interés. Y una amarga frase: me veo orillado a renunciar a mi cargo. No me voy, me echan.

La cadena se rompió por el eslabón más fuerte. Parecía que el secretario de Hacienda era el ministro todopoderoso que decidía quién sí y quién no recibía dinero. Cuando era su turno de hablar, Carlos Urzúa justificaba cada política pública de la austeridad obradorista. Se cerraron las estancias infantiles y declaró: ahí estarán las abuelitas y sus 800 pesos mensuales para cuidar a los bebés. 

Durante siete meses aceptó su papel: cuadrar las cuentas del presidente, si eso significaba despedir a miles de trabajadores con el objetivo de rescatar a Pemex, construir una refinería o entregarle la construcción y administración de un aeropuerto a las fuerzas armadas.

La carta de Urzúa desengaña. No era él quien gobernaba con tijera de hierro. ¿Entonces quién? Poco importa. El fondo está en otro lado: en el estilo presidencial de cortar las cadenas de mando. En el hábito de dividir a su propio equipo. Si el secretario era Urzúa, el contrapeso exterior se llamaba Alfonso Romo y al interior, Raquel Buenrostro o el ahora encumbrado Arturo Herrera. Poco importan los nombres. 

La carta revela un modo: subordinados más poderosos que sus superiores, grupitos alentados al conflicto permanente; un caos deliberado. Desorden donde sólo una persona tiene la última palabra. 

López Obrador pasó trece años en campaña. Bajo su sombra no creció ningún otro liderazgo. El suyo fue un sistema solar donde todos giraban en torno de una sola estrella. Por eso cuando lo sorprendió un ataque al corazón en plena votación de la reforma energética no hubo quien llamara a la resistencia. El obradorismo era un barco sin capitán de relevo. 

No han cambiado las cosas. En el gabinete no hay nadie que diga no. Los que se quedan no están invitados a la opinión propia. La única manera de oponerse es desertar. Escribir en una carta y decir: yo tampoco quiero estar de florero.

Al ahora exsecretario Urzúa lo despiden con chiflidos. Le endilgan el peor insulto del momento, ¡neoliberal! En el fondo sabíamos que eras igualito a Meade o a Carstens. La despedida es advertencia: el que se vaya se convertirá en un tronco para la quema. 

El próximo valiente mejor que se invente una enfermedad.

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