La región más transparente

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Los vecinos tenían una fiesta buenísima. Sus carcajadas rompían la calma de la noche e interrumpían a la Chica de humo. Acorde con el espíritu puritano del momento me levanté decidido a derribar su puerta y reprenderlos: ¡ya los vi chupando de la misma caguama, cabrones! ¿Cómo se atreven a divertirse mientras todos nos cagamos de miedo?

Pero luego pensé: ¿y si me invitan a quedarme? 

* * * 

—¿Qué tienes, por qué estás triste? —le pregunté por teléfono a mi amiga Segovia.

—Apenas llegué a su casa y mi novio me mandó a bañarme. ‘Pero si me acabo de bañar’, le dije, ‘traigo el pelo mojado, no he tocado más que el Uber’. Igual me mandó a bañarme. La pasé mal todo el fin de semana.

* * * 

Le llamamos El chico furia. Es arrojado e inconforme. Lanza preguntas como puñetazos y a veces saca sangre. 

—¿Qué fue de él? —le pregunté a Uscanga, que era su mentora en un programa de prácticas profesionales.

—Lo perdí poco más de una semana y apenas ayer me contactó.

Me contó su historia: el negocio familiar que sostiene al chico furia es la venta de películas pirata en un tianguis de un municipio del Estado de MéxicoEn ese municipio no hay sana distancia: todos están en el tianguis. Cuál quédate en casa. Los albañiles en la obra y los comerciantes en sus puestos. Las más jodidas son las mujeres trabajadoras, porque les cerraron las escuelas y guarderías y ahora cargan con los escuincles por las calles.

Pero me desvié del chico furia. En su familia hubo una deliberación: los papás son viejos y tienen esas enfermedades de la pobreza que ahora llamamos “comorbilidades” para que suene bonito: están gordos o diabéticos o con la presión alta. Así que decidieron quedarse en casa y mandar al frente de batalla —al puesto de películas— al más fuerte de sus soldados, al más joven, al que sobreviviría la infección o al menos le darían preferencia en la fila del respirador. Al chico furia

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El virus coronado nos permite creer en varios delirios:

El delirio de la pureza.

El delirio de la solidaridad.

El delirio de la libertad. 

Llegamos a casa —porque tuvimos que salir al banco o al supermercado— y arrojamos la ropa a la lavadora, nos embarramos de alcohol en gel, abrimos la regadera, nos bañamos y ya purificados saludamos a los niños sin tocarlos.

Dice Cristina Rivera Garza que mejor ni pedir comida a domicilio porque ve tú a saber qué manos cocinaron. Las “manos son armas mortíferas”, escribe la escritora y sí, esas manos viajaron en el metro y en los autobuses, entre paredes y tubos rebosantes de coronitas asesinas. Pobres de los pobres que no se pueden confinar ni higienizarse. En solidaridad con ellos —oí decir hace poco— los privilegiados nos quedamos en casa. Para cuidarlos. 

Nunca la solidaridad había sido tan egoísta.

El encierro hace felices a los amantes de la mano dura. “Miren a China, sólo con una dictadura se puede obligar a la gente a un arresto de 78 días y vencer al virus”. Quédate en casa no es una invitación sino una orden, que nos impone un señor al que nadie eligió y que nadie vigila. Tecnócratas de bata blanca que hablan el lenguaje de las curvas y los modelos. 

—Tengo mucho miedo, a partir de mañana no voy a salir ni a tirar la basura, le voy a decir al que barre la calle que se la lleve —me escribe una tía. 

En el parque hay vida aún: corredores dan vueltas y mamados se ejercitan en las barras. Unos trabajadores con trajes de astronauta disparan cloro sobre las bancas. 

Hacía años que el aire no estaba tan limpio. 

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