Reina por un día

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De un tiempo a esta parte (al menos desde que soy consciente del motivo original de lo que se considera el día del orgullo gay) he pensado que todos los homosexuales en el mundo, que estamos interesados en el movimiento de los derechos humanos del colectivo LGBTQI+ (similares y conexos), debemos estar agradecidos de que Santa Judy Garland, la patrona de los maricones, estirara la pata en verano y no en invierno. 

Así no tenemos que ir a cualquiera de las marchas que nos representan con un frío atroz.

Pero claro, estoy hablando de cuando marchábamos – no hace tanto todavía – por nuestras vidas, por nuestros derechos, por la visibilidad y normalización que por décadas nos había perseguido; la misma brutalidad policiaca que en Nueva York lxs parroquianxs del Stonewall Inn combatieron esa mítica noche de 1969. La misma discriminación buenaondita (“Por mí puedes ser todo lo maricón que quieras siempre y cuando a mí no me hagas nada”), la misma diplomática y condescendiente manera de las familias y las iglesias de aislarnos.

Hoy, las marchas ya son otra cosa. 

Alguien las ha llamado carnavales, y creo que es un adjetivo justo. Incluso, acertado. Porque ahora son celebraciones. ¡Hasta con patrocinadores comerciales! y eso está bien, aunque hay que ser justos y decir que aunque hay motivos para celebrar, también es importante no perder de vista, entre las plumas y lentejuelas y el bombardeo publicitario y las facilidades de las redes sociales, el hecho de que la lucha por los derechos (no solo para obtenerlos, sino preservarlos) no ha terminado, ni creo que termine nunca.

Ahora bien, creo que es importante que se aclare que, como pasa con todo tipo de comunidades, no todos los homosexuales – o maricas, o jotos, términos antes peyorativos que hemos ido buscando recuperar para nosotros; no así el infame ‘Puto’ que a mi modo de ver no solo tiene implicaciones homofóbicas, sino violentas—somos iguales, aún si existe una noción y hasta deseo, en la diversidad, de la heteronormatividad y de no “comprometer” o “perder” la masculinidad (whatever that means), extrapolando su capacidad física y siendo muy varoniles, mientras se relacionan exclusivamente con otros igualmente varoniles, menospreciando a cualquier otro homo que no tenga barba ni sea masculino; en cambio hay quienes prefieren ser subversivos y desafiar las normas burguesas mediante el shock y el escándalo. 

Hay otros que prefieren utilizar su sexualidad como un medio de expresión ya sea artística o política, algunos más quieren ver el mundo arder y otros (una inmensa mayoría) solo quieren que los dejen vivir su vida en santa paz, porque para ellos su orientación sexual no es necesariamente algo que sea urgente o definitorio, sino que es simplemente parte de lo que uno es. 

Podría decir, personalmente, que mi plumaje es de esos, pero si voy a ser estrictamente honesto con ustedes, debo admitir que esto se debe principalmente al hecho no de que uno sea una india salvaje (aunque sin trencitas, como Cecilia) sino, de que uno nunca tuvo clóset ni tuvo que pasar por un largo sendero para encontrar su lugar en el mapa sexual de la sociedad que va dictando los cánones.

O bien: fui un niño gay (porque existimos, no somos un constructo ni un estereotipo como los meseros y estilistas que tanta risa arrancan al ser amaneradamente interpretados por comediantes que se ocupan de reafirmar su heterosexualidad cuando no están actuando, como Omar Chaparro o Adrián Uribe, que se han hecho famosos abusando del sesgo de orientación sexual y por cierto, no se han disculpado) y por lo mismo mi proceso fue otro: la homofobia me fue familiar porque comenzó en casa – de manera instintiva, no sistemática – y se siguió en la escuela, en los patios de juegos, entre los primos y (Dios me valga) entre los Boy Scouts a los que me vi obligado a pertenecer entre los 5 y los 14 años – una experiencia que me llevó a detestar el escultismo, pero que fue positiva para la vida social de mis padres. 

Y no hablemos de la iglesia católica apostólica y remona, que mediante los próceres que dirigían mi escuela secundaria, me hizo saber que yo estaba condenado sin remedio si no me arrepentía de ser un bujarrón (uno de los más coloridos términos para referirse a un marica, ¿a que no lo conocían?), tan obvio desde chico.

Pero no es que me arrepintiera o no: simplemente no tenía opción. No tuve nunca la opción de esconderlo, ni de negarlo (¡como Ricky, que se hizo el sueco por años, cuando pudo haber salvado vidas si hubiera sido honesto antes!), y precisamente el ser abierto por ello, tuve una infancia y adolescencia conflictuada por las actitudes sociales y percepciones morales de otros que me rodearon y precedieron.

Ostensiblemente debería sentirme orgulloso de ser gay y ser reina por un día. Pero la verdad es que me siento orgulloso (y también a veces me siento ridículo, y otras agradecido, y otras enajenado, etcétera) de ser quien soy todos los días y no nada más en junio, y no nada más por ser completamente homosexual. O contestatario, o creativo, o a veces cínico y otras kitsch. Todas las facetas de mi persona, las que me componen, las que me hacen ser un individuo, de las cuáles ser marica es solo una parte.

No siento vergüenza por ser gay. Nadie debería sentir vergüenza por ser como es, ya sea porque así nació o por que le da la gana serlo. Del mismo modo, nadie debería ser perseguido o criticado o señalado o agredido por sentir amor o deseo por alguien de su mismo sexo: eso es quizá lo más importante. 

Por eso es que, cuando alguien tiene a bien puntualmente señalarme que “no existe un día del orgullo heterosexual”, mi respuesta, en mi más dulce voz es – “no existe y alégrate de ello, porque nunca tuviste que escaparte de una razzia, mi amors”. Se agradece siempre al “aliado” aunque no es raro que muchas veces le incomode vagamente, por alguna razón que no identifica (o no quiere identificar) la confianza que le puede tener un homosexual. 

Acaso en el subconsciente somos la amenaza blanda, el espejo ligeramente torcido en el que no les gusta verse reflejados y eso también se entiende. O al menos yo lo entiendo y lo acepto.

Pero ojo aquí, no soy la norma. Ni quiero ser la norma, como Genaro Lozano, Horacio Villalobos u otros individuos que por ser mediáticos pretenden ser la única voz oficial y árbitros de lo que debe ser aceptable como homosexual para el gran público o no. 

Solo soy uno de millones de homosexuales en este país. Con un nivel de estudios promedio, con gustos particulares, sin compromisos emocionales y, si me lo permiten, bastante escéptico de la militancia y el activismo político-social así como de la denominada “mafia” gay que dictan en redes lo que debe o no ser motivo de #Pride en este país.
Creo que somos como cualquier ciudadano y que debemos tener la igualdad de derechos y obligaciones, sin que medie la identidad sexual que tenemos o con quién nos damos al catre. Somos seres humanos, por encima de todo. Simplemente creo que lo que distingue a los que integramos al colectivo LGBTQI+, aquí y en cualquier parte, es que, de algún modo, tenemos lo mejor de ambos mundos.

@AliasCane

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