La encrucijada del juez-político

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Ser juez constitucional no es tarea sencilla. Se requiere técnica, conocimiento, templanza, visión, pulcritud, convicción y carácter. Por supuesto, no sobra ser culto, experimentado e inteligente. Ahora que, si además de ser juez constitucional también se es Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y del Consejo de la Judicatura Federal, entonces ese catálogo de capacidades y virtudes se debe combinar con ser la cabeza de uno de los poderes políticos del Estado, lo cual por definición, convierte a ese juez constitucional en un político. 

Y para ser un político exitoso está claro que se requieren otras cualidades, por ejemplo: ser hábil para la construcción de acuerdos a través de la negociación, identificar las oportunidades para conservar o incrementar el poder, ausentarse estratégicamente de las discusiones donde se tomará postura de asuntos importantes cuando no se está preparado para ello y, por sobre todas las demás, ser ambiguo y dejar a todas y todos con la percepción de que hay un entendimiento y una agenda común, aunque no sea así. 

Ser un político hábil no es poca cosa. Un político hábil puede hacer que la gente vea, oiga y crea cosas que no están ahí, que no son realidad, que no existen, pero que la gente las describe y defiende como si fueran más verdad que el pan y la tierra. Y esto bien utilizado puede lograr que los pueblos superen situaciones adversas como guerras, invasiones, pandemias. 

Ahora la pregunta es quién va a prevalecer, ¿el juez constitucional o el político? La vida, los juegos de poder de Palacio Nacional y sus propias decisiones han colocado al Ministro Arturo Zaldívar en una encrucijada. Tendrá que escoger entre ser un juez constitucional o un político. No puede escoger ambas. Y si esa encrucijada es difícil en sí misma, no puedo ni imaginar lo que debe de ser tomar esa decisión cuando del otro lado de la mesa está un político hábil y experimentado, como el presidente de la República, con su propia agenda y sus propios intereses, tratando de hacer lo que los políticos hacen: salirse con la suya. 

A ojos de las personas alejadas del poder político parece que ambos presidentes, el de la República y el de la SCJN, decidieron incursionar en el negocio de estirar las ligas. De ver qué tanto es tantito, de probar hasta dónde realmente se puede llegar. Seguramente cada uno lo hace por motivos diferentes. 

Mientras el presidente de la República quizá lo haga para seguir experimentando hasta encontrar el momento perfecto, la justificación adecuada y la circunstancia idónea; el presidente de la SCJN posiblemente lo haga para mostrarse como el siervo de la justicia y las causas nobles, como el fundador de la nueva época. Obtener el aplauso y la admiración de los demás realmente ilumina el día, más si lo que buscas no es dinero o poder, sino trascendencia y posteridad. 

En la república de la desconfianza resulta muy difícil conceder que ambos presidentes no se pusieron de acuerdo en qué iba a suceder. Es contraintuitivo pensar que alguien, un espontáneo anónimo y bien intencionado, salió de entre las sombras y repentinamente hizo una propuesta en un momento clave. Que esta propuesta huérfana tomaría a todos por sorpresa, se colaría al documento final y sería apoyada por las y los matraqueros, aquellos que nacieron para hacer ruido, levantar la mano, cobrar y no preguntar. Mientras tanto, ambos presidentes mostraron ignorancia, luego sorpresa y después imparcialidad, casi como si fuese una coreografía. 

Como consecuencia del artículo transitorio décimo tercero aprobado por el Congreso de la Unión, ante la aparente sorpresa de tirios y troyanos, el Ministro Arturo Zaldívar tendría dos años más para ser presidente de dos órganos fundamentales del Estado mexicano. Dos años extras que no están contemplados en la constitución y que de prevalecer sería un duro golpe a la República y al Estado Constitucional de Derecho, porque las reglas del juego se cambiarían sobre la marcha y para beneficiar a una persona en específico. Si esta maniobra funciona aquí, ¿qué otro mandato se puede extender desde la ley? 

Alguien podría decir que no es mucho, que solo son funciones administrativas. El presidente de la República podría decir que es por el bien de la reforma judicial. El ministro se puede presentar como la víctima “pobrecito de mí, yo quiero servir a la justicia y ustedes me mal miran”. Puede, también, dar un manotazo en la mesa y exclamará con un gesto augusto “los hombres de Estado somos juzgados por nuestros pares y la historia, no por los tuiteros”. Pero lo cierto es que todo parece ser parte de una puesta en escena. 

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El poder no cambia a las personas, solo las muestra como realmente son. 

Los políticos hacen lo que hacen porque son como son. Punto. Ese no es problema de ellos, es problema nuestro. Es problema porque utilizan para sí lo que es nuestro: la aspiración de justicia, la pretensión de constitucionalidad, el poder político que emana de la soberanía del pueblo, las facultades del cargo público y el uso de recursos destinados a un servicio público. 

La “repentina” adición a la legislación secundaria del Poder Judicial Federal no debe de ser vista como un hecho aislado, como “algo que pasó”. Ese artículo transitorio no se escribió solo ni se subió solo al proyecto de dictamen. El presidente de la SCJN no guardó silencio por casualidad durante su “discusión” en el Congreso. El presidente de la República no fingió sorpresa de manera gratuita. Todo este teatro trajo ganancias y pérdidas. 

Para nosotros, las pérdidas: no estamos analizando las nuevas leyes secundarias y las reformas a leyes vigentes que las acompañaron; se enrareció aún más el proceso electoral; se marcó un precedente (otro) del “sí se puede aunque sea inconstitucional”; se desvió la atención de hechos públicos de relevancia nacional y local: la expropiación de propiedad privada a unos meses que termine el mandato de un gobernador (que también le anduvo jugando al vivo), un diputado federal que gusta de los niños, un nuevo padrón de datos personales el cual es una amenaza potencial a nuestra privacidad, el postergar la confirmación jurisdiccional respecto de retirar candidaturas, la medida cautelar del Instituto Nacional Electoral (INE) para que el Ejecutivo no intervenga en el proceso electoral, una maestra de inglés violentada por su pareja, etc., etc.

Nadie niega el gran talento jurídico del Ministro Arturo Zaldívar, pero el ilusionismo también es una virtud de los políticos. Es tan bueno en lo que hace y concentra tanto poder que más de un abogado lo piensa dos veces antes de criticarlo, “no nos conviene pelearnos con la Corte”, dicen. 

Como ministro es visto como un hombre de altura de miras, pero también está el político que, como tantos otros, no es malo ni perverso, pero vio la oportunidad de subirse a una ola y se montó en ella. Y esa decisión lo mostraría de cuerpo entero, sin reflectores, sin humo, sin espejos: una persona que confunde el servicio público con servirse de lo público. 

El gran daño no es si él se queda dos años más, el gran daño es servir de peón en el tablero del juego político. Es un daño porque él debía ser un contrapeso no un punto de apoyo. Llegado el momento él debía de ser un freno, no un peldaño. Y ese daño ya está hecho y esa es toda la verdad de esta historia. 

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