El obradorismo hecho gobierno

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Durante los dos últimos años el obradorismo hecho gobierno ha mostrado un conjunto de características que configura una forma de hacer política gubernamental, una forma de gobernar. Sin pretender exhaustividad, anoto aquellas características que me parecen más importantes y, también, más preocupantes.

El gobierno de López Obrador tiene, sin duda, una legitimidad democrática de origen, pues ganó de manera incuestionada las elecciones de 2018. Sin embargo, para el obradorismo su ascenso al poder significó no únicamente un cambio de gobierno sino que se trata de un “cambio de régimen”, entendido como una relevante transformación del orden político, social, económico y “espiritual”.

Aquí empiezan los problemas, puesto que el gobierno obradorista se piensa no sólo como sustentado en una legitimidad democrático electoral para gobernar dentro de los marcos constitucionales que le permita el Estado de Derecho durante un periodo sexenal de gobierno, sino que se concibe con una legitimidad distinta y mayor, transexenal, casi revolucionaria, que supuestamente le mandata realizar una misión de transformación histórica profunda, semejante a la Independencia, la Reforma y la Revolución

Es, por lo tanto, una legitimidad que, como la transformación misma, no se puede conformar solo con un sexenio y no debe detenerse ante obstáculo alguno, ya sea ley, institución o actor que trate de impedir dichas transformaciones, aunque nadie sepa bien a bien cuál es el horizonte utópico, la imagen de futuro deseado a construir por la 4T.

El gobierno obradorista tiene una vocación refundacionista (como la han tenido casi todas las revoluciones). No solo sostiene que la democracia ha llegado por vez primera a México al arribar el gobierno de la 4T, tampoco le gustan las obras que recuerden a los gobiernos neoliberales del pasado, que deben ser prácticamente borradas del panorama nacional. 

Nada de Comisión de los Derechos Humanos o de Instituto Electoral creados en el sexenio salinista, mejor una procuraduría del pueblo obradorista o la organización de elecciones por el propio gobierno; nada de Seguro Popular o del Instituto de Transparencia surgidos durante el gobierno foxista, mejor un instituto del bienestar obradorista y la desaparición del INAI; nada de aeropuerto peñista, mejor un aeropuerto obradorista; nada de obras e instituciones que recuerden a otros gobiernos, menos si fueron neoliberales, pues ellos son los absolutos culpables de los problemas que hoy enfrentamos. Lo que debe quedar a la posteridad son obras y testimonios insignias de la 4T, como el Tren Maya, la Refinería de Dos Bocas, el aeropuerto de Santa Lucía o los arbolitos de Palacio Nacional. 

El gobierno obradorista practica una política polarizante, en la que en un polo está el pueblo bueno y homogéneo, la inmensa mayoría de la población, y en el otro las minoritarias élites corruptas y neoliberales culpables de las desgracias del pueblo, a las que ha designado peyorativamente como mafia del poder, minoría rapaz, conservadores, etc. 

Para impulsar la polarización recurre al uso del explicable resentimiento social acumulado durante décadas en un país marcado por la pobreza, la desigualdad y la injusticia social, y lo exalta emocionalmente para dirigirlo contra las élites privilegiadas, de las que pocas veces se mencionan los nombres y apellidos de sus integrantes. Es una política que para realizarse requiere de enemigos y cuando no los tiene o no los tiene en suficiente medida, sabe construirlos y potenciarlos. Polarizar y construir adversarios son las dos caras de la misma moneda. 

En complemento de la polarización, la 4T dispone de un pensamiento dicotómico y maniqueo, refractario a la recreación, el procesamiento político y la articulación democrática de la diversidad y el pluralismo. Otro efecto de este pensamiento con vocación de único y que muchos simpatizantes siguen de manera dogmática, es presentar diagnósticos simplistas en los que difícilmente caben los matices, respaldados por la supuesta autoridad moral del líder, para quien se demanda plena credibilidad y confianza. Se está o no con la 4T es la disyuntiva que presenta. 

El pueblo, como sabemos, es el soberano y es concebido por la 4T como un ente bueno y homogéneo que está representado, aún más, está encarnado en el líder. No hay diferencia entre el pueblo homogéneo y su líder, al gobernar el líder gobierna el pueblo. Por ello no se requieren organismos intermedios de ningún tipo que tengan la función de representación o mediación entre el líder y el pueblo, la relación debe ser directa. 

Toda manifestación política o social es vista y juzgada desde el referente de la polarización, por ello se descalifica a cualquier movimiento social que, como el de las mujeres, no haya declarado su apego incondicional a la 4T, y por ello también se rechaza a las organizaciones de la sociedad civil o a los gobiernos locales surgidos de partidos de oposición. Se cuenta asimismo con el recurso de las consultas populares, para que el pueblo soberano pueda ratificar las decisiones previamente tomadas por el líder. 

La acusación de corrupción, real o supuesta, ha sido una de las principales coartadas del gobierno obradorista para justificar sus decisiones; afirma que existe corrupción en las obras del aeropuerto de Texcoco, la compra de medicinas o los fideicomisos, por ejemplo, y de esa manera “justifica” decisiones como la de cancelar el aeropuerto, dar por terminada la adquisición de medicinas a los anteriores proveedores o desaparecer los fideicomisos, aun cuando no se haya detenido a ningún supuesto corrupto ni se conozcan sus nombres.

Se trata, también, de una política gubernamental caracterizada por una alta personalización, es decir, las supuestas o reales virtudes del líder de la 4T son más importantes que el cargo institucional y sus facultades y atribuciones constitucionales y legales. Asimismo, es notorio el protagonismo de un liderazgo carismático, con altas dosis de narcisismo, que continuamente exalta sus pretendidas virtudes personales, tiene un afán de trascendencia histórica personal a la altura de los héroes y frecuentemente hace gala de voluntarismo (me canso ganso). 

Existe un afán de concentrar el poder en el mando único del presidente de la República, en detrimento de otros poderes, gobiernos locales, organismos autónomos, movimientos sociales u organizaciones de la sociedad civil. Se dice que el líder de una transformación tan profunda como la 4T y quien además encarna al pueblo, necesita disponer de mucho poder y del libre manejo del presupuesto para lograr de manera efectiva los cambios en favor del pueblo. 

Si hay leyes, instituciones, actores o procedimientos que se presenten como obstáculos deben ser remontados o hechos a un lado, pues sus intereses deben subordinarse a los de la 4T ya que, supuestamente, son los mismos del pueblo. Ya lo dijo el líder, si se tiene que escoger entre legalidad y justicia (justicia según la opinión del líder) se debe optar por la justicia. 

Es un gobierno marcadamente mediático y discursivo. El líder gobierna desde las diarias conferencias mañaneras y tiene presencia abrumadora en otros espacios de comunicación, como las redes sociales. Desde ellos impulsa la narrativa épica de la 4T, impacta fuertemente en el contenido de la agenda política, señala aliados y juzga adversarios, condena a los medios que considera opuestos al gobierno, descalifica partidos políticos y personajes públicos, toma decisiones y administra las expectativas de los gobernados – con esfuerzos no siempre fructuosos – tratando de demostrar que el gobierno de la 4T no es lo mismo que los gobiernos anteriores y que en éste sí hay éxitos y resultados palpables. 

En general, el gobierno de la 4T pretende tender un manto discursivo que opaque las lacerantes condiciones que México enfrenta ante las tres crisis simultáneas que vivimos, la sanitaria, la económica y de seguridad pública, y para ello en ocasiones recurre a “otros datos”. 

En contradicción con lo prometido por el líder cuando fue candidato, el gobierno obradorista ha establecido una preocupante alianza con las fuerzas armadas, les ha dado diversas tareas que antes correspondieron a los civiles, los ha involucrado en la Administración Pública, ha hecho crecer el presupuesto de los militares y ha aumentado considerablemente el número de sus efectivos. Se puede afirmar que la 4T gobierna con los militares.Estas y otras características del gobierno de la autodenominada 4T configuran una dinámica política problemática para la democracia, en la que permanecer en el poder, más allá de lo que indica la Constitución, es casi una consecuencia lógica. Veremos.

Otro título del autor: Las mañaneras: una forma de gobernar y un abuso de poder

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