Cuando una periodista se va

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El periodismo es el aceite que lubrica los mecanismos de rendición de cuentas de las democracias constitucionales. Es una actividad clave para exponer a la luz la corrupción que se fragua en oficinas de gobierno y empresas, corrupción que con frecuencia se traduce en la contaminación de nuestro medio ambiente, el desabasto de medicamentos, el saqueo de nuestros ahorros o la construcción de líneas de Metro defectuosas. 

Las aportaciones del periodismo para exhibir los excesos en el uso del poder político son esenciales para informar a una ciudadanía harta de las pillerías de sus servidores públicos. También es un oficio de alto riesgo; particularmente en México, particularmente si lo ejerce una mujer. 

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La organización internacional Reporteros Sin Fronteras coloca a México en el lugar 143 de 180 países en su clasificación mundial de la libertad de prensa, el cual es un índice construido sobre una valoración del pluralismo, la independencia de los medios de comunicación, la calidad del marco legal y la seguridad de los periodistas. 

Si a esta calificación le agregamos los resultados de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), la cual reporta que 49% de las mujeres mayores de 15 años ha sufrido algún tipo de violencia y sumaos el índice de Paz Global que coloca a México en el lugar 143 de 163, entonces el resultado es una tragedia, una que no le importa al Estado mexicano. Así, sin medias tintas, sin endulzantes: una tragedia. 

El mensaje es claro: en México una reportera arriesga la vida por el simple hecho de ejercer un oficio indispensable para cualquier democracia, al mismo tiempo que recibe un salario miserable, es acosada por compañeros y jefes, sacrifica tiempo de calidad con su familia, tiene que soportar una paga menor a la de sus contrapartes masculinas y asumir que la versión pública de su éxito será “se acostó con el jefe”. Y si la matan… pues no pasará nada más allá de unas líneas de fingida indignación en un discurso prefabricado y reutilizable. 

María Elena Ferral, Miroslava Breach, Anabel Flores Salazar, Yolanda Ordaz, Regina Martínez son nombres de periodistas que fueron asesinadas por investigar y publicar cosas que incomodaban a los poderosos. Son nombres que jueces, ministerios públicos, policías, gobernadores y presidentes olvidan impunemente. Son nombres que en cualquier país preocupado por la libertad de expresión significarían profesionalismo y heroicidad. En un Estado donde la verdad vale más que el dinero habría medallas, aulas, estatuas, plazas con sus nombres. Aquí no. Aquí hay subsecretarios que se dan el gusto de demeritar las preguntas incómodas de una periodista de una manera ruda que probablemente no utilizarían con un reportero. 

Ante este escenario tan agreste en el que la mayoría de nosotros solo acertaríamos a hacer una pronta genuflexión me pregunto, ¿cómo es posible que aún haya mujeres periodistas en México? Cuando todo parece indicar que la decisión racional debería de ser aventar el oficio periodístico y dedicarse a algo menos riesgoso como contadora del crimen organizado o doctora en una zona de conflictos armados, ¿qué es lo que las hace continuar? ¿Qué les permite tomar cámaras, micrófonos, pluma y libreta, y preguntar lo que todos queremos saber pero nadie se atreve a revelar? Como respuesta solo se me ocurre: amor y valor. 

Amor a su patria, a su sociedad, a su familia, a sus hijas, hermanas, madres, tías, amigas que merecen una sociedad menos putrefacta. Amor a ellas mismas y a su trabajo, un amor que permite valorar lo que otros demeritan sin razón ni argumento. Amor a la verdad, ese que no acepta como moneda de curso corriente la simulación, la mentira, el engaño. 

Valor del que no se finge, del que no se compra. Un valor que se construye desde la escuela primaria donde hay que defender hasta el querer jugar con un balón y no con una muñeca. El valor de decirle a papás, tíos, hermanos, novios, maridos y jefes que se guarden su opinión respecto a sus decisiones, su forma de vestir, de caminar, de hablar, de pensar o de amar. El valor que se requiere para subirse a un vagón del Metro a las 10 de la noche o subirse en la parte trasera de una camioneta en medio de la sierra de Durango. El valor que el cine no glorifica, pero que permite conseguir pan, cobijo y techo. El valor que no se ve reflejado en la nómina, pero que irgue la mirada. 

Pero la verdad es que, como dijera Jaime Sabines, yo no lo sé de cierto, lo supongo. Lo que sí sé es que no podemos romantizar las severas condiciones de riesgo que tienen que enfrentar centenares de periodistas, entre otras razones porque los que perderíamos seríamos nosotros. 

Sirvan estas líneas como discreto homenaje a todas aquellas mujeres que diariamente construyen el periodismo, a veces desde la trinchera del frente y a veces desde la salas de redacción y edición. A veces consiguiendo el dato elusivo de bases de datos deliberadamente inexpugnables y a veces confrontando a verdaderos Mandrakes de las medias verdades y las completas mentiras. 

Gracias a todas las reporteras, columnistas, comunicadoras, editorialistas, camarógrafas, impresoras y todas aquellas mujeres involucradas en el riesgoso oficio de la libertad de expresión. 

Que no se nos vayan las periodistas. 

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