Pórtate bien

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Hace unos días me topé con un video de una niñita de entre 4 y 6 años llorando frustrada porque “no se sabe portar bien” y, aunque reconozco que en un primer momento me pareció muy gracioso (y además me identifico), me dejó pensando en este sistema estándar y milenario de educar a los niños bajo la amenaza de que se “tienen” que “portar bien y hacer caso”.

Si los dejamos en la escuela o en una fiesta en lugar de decir: “disfruta”, “diviértete”, “cuídate” o cualquier otra cosa: decimos “te portas bien”. Si nos los entrega otra mamá, o la maestra, preguntamos con urgencia: ¿Qué tal se portó? Y ni hablar de cómo los recibimos a ellos  y en vez de ¿qué tal el día?, ¿qué hiciste?, ¿qué aprendiste?, ¿a qué jugaste?, ¿cómo te sentiste?, ¿se divirtieron?, solo decimos: ¿te portaste bien? 

Si están desgobernados emocionalmente, en lugar de preguntar: ¿qué tienes?, ¿por qué estás enojado?, ¿cómo te sientes?, resumimos en: no chilles. No hagas berrinche. No te compro nada. O los agarramos a nalgadas porque, según nosotros, eso es poner un límite. Reprimimos sus emociones para “resolver” en lugar de tratar de empatizar con su sentir (por más absurdo que nos pueda parecer).

Pero… ¿qué es portarse bien y según quién?

Siendo que cada uno tenemos circunstancias, perspectivas y maneras de ser distintas, portarse bien se vuelve muy relativo. Y tomando en cuenta el mundo y la sociedad en la que vivimos, “portarse bien” a toda costa se puede convertir, incluso, en algo peligroso.

¿Por qué tenemos esta imperiosa necesidad de que nuestros hijos sean “bien portados”?, ¿porque es mejor visto?, ¿para ser aceptados?, ¿para que nos califiquen bien como papás y mamás?, ¿para que “no se metan en problemas”?, ¿o no nos estén chingando con sus intensidades?, *inserte aquí su respuesta*. Hay muchas y todas son bienvenidas. Sin embargo, tengo la teoría de que no serán más que maneras de negar la que en realidad es la correcta…

La realidad es que cuando le decimos a los hij@s que se porten bien, lo que queremos mamás y papás, es que nos obedezcan. Que hagan lo que decimos, cuando decimos y cómo lo decimos. Que se cuadren sin cuestionar y “nos hagan caso” y que por ningún motivo, jamás, desafíen el statu quo de nuestra manera de gerenciar sus vidas.

Pórtate bien y obedece, se vuelven parte de la canasta básica de las peroratas que les repetimos sin cesar a nuestros críos y bajo esas dos premisas, los traemos en chinga por el resto de sus vidas y los hacemos sentirse una basura cuando no cumplen con la expectativa. Nuestra expectativa.

Y es que, efectivamente, es mucho más cómodo ser el jefe supremo y que nadie nos alegue nunca nada.

La segunda razón por la que el “pórtate bien” es tan popular es porque es mucho más práctico que tomarse el tiempo de explicar para que comprendan, responder a todas las preguntas que una personita puede tener y que, además, nos permite eliminar cualquier posibilidad de que alguien lo quiera hacer distinto, nos rompa nuestro timetable, o nos haga pasar la vergüenza de una escenita pública enfrente de nuestras amigas (o de gente que ni siquiera conocemos).

Lo malo es que al educarlos para obedecer, les quitamos la oportunidad de aprender a cuestionar, a conectar con lo que a ellos les hace o no sentido y a encontrar su propio camino. Queremos que hagan lo “correcto” pero la verdad es que no hay caminos correctos y que muchas, muchas veces en la vida, lo correcto será aprender a alzar la voz, decir no, opinar distinto y buscar otras maneras de hacer las cosas.

¡No queremos robots!

Queremos personas capaces de entender las razones por las que no está bien hacer algo (a la edad que sea) pero para eso hay que pasar hooooras dando explicaciones y eso pues… nos da flojera.

Queremos hijos que puedan entender que sus actos tienen consecuencias, pero somos incapaces de dejarlos que se equivoquen: pobrecitos (y qué van a pensar los demás).

Queremos hijos que cuestionen, pero ni de broma, a nosotros.

Queremos formar personas que encuentren su propia voz, pero los educamos bajo el cállate y siéntate.

O que usen esa voz, pero no estamos dispuestos a escucharla, porque aquí mando yo.

Hijos “disruptivos” o “felices” siempre y cuando no rompan las reglas sociales, porque qué oso.

Y que encuentren su propio camino, solo que nosotros ya tenemos trazada su agenda, su carrera y su círculo de amigos, de aquí al final de los tiempos, porque es lo “mejor” para ellos.

A ver…

¡Evidentemente! pienso que tienen que haber límites y estructuras (en ningún momento me refiero a dejarlos totalmente a la deriva, eso tampoco sirve) pero me parece que la escuela del “porque somos tus papás y te callas” es un accidente esperando a suceder, además del mecanismo de manipulación más rudimentario de la historia.

Qué tal que mejor les regalamos la posibilidad de no andar cargando con las expectativas de los demás, empezando por las nuestras.

Qué tal que los ayudamos a transitar la vida tomándonos el tiempo de estar ahí para explicar, para que observen, para que entiendan las causas, las consecuencias, los ciclos y procesos, en lugar de decir: no toques, no te muevas, no llores, no pelees. Para que ellos aprendan a hacer lo mismo.

¿Por qué no los llenamos de porqués? Por qué no puedes pegarle a alguien. Por qué no puedes dejar un papel en el piso. Por qué no puedes comer otro dulce. O tocar algo. O gritar en este lugar. Por qué te tienes que poner el cinturón. O ser amable con la gente. Por qué no puedes tomar alcohol si eres un puberto. O hacer esto o aquello.

La información es poder a cualquier edad y les aseguro que si en lugar de amenazarlos constantemente, les explicamos mejor las cosas, sus hijos van a ser infinitamente más civilizados.

Cuando mis hijos eran muy chiquitos alguien me dio el tip de que antes de llegar a algún lugar (o de que algo fuera a pasar) les explicara las circunstancias, lo que se podía y lo que no y las razones por las que así era.

Así, cuando íbamos (por ejemplo) a una tienda con muchas cosas interesantes para tocar, les platicaba que como las cosas se podían romper, era mejor en ese lugar solo observar, estar tranquilos y tener un poco de paciencia. Cuando íbamos a casa de los bisabuelos les recordaba que ellos se cansaban con el ruido y que si necesitaban hablar muy fuerte o correr, podían salir al jardín, pero que dentro de su casa era mejor caminar despacio y hablar sin gritar. Que ir al pediatra no era un castigo, sino la manera de que sus cuerpos estuvieran saludables  y que a veces, para eso, había que aguantarse un piquetito que ponía en su cuerpo soldados para defenderlos de los bichos, aunque doliera tantito. Que se valía estar muy enojado pero sin que su enojo salpicara a los demás (cuando a los 4 años al de 14 le dio por pegar, colgué un punching bag en su cuarto… que a la fecha ahí está y se sigue usando). Que iba a salir un rato a hacer X o Y pero que siempre iba a regresar (escapártele a tu hijo y mentir con que no te tardas -antes de irte un mes de vacaciones o a cualquier parte-  debería de estar penado por la ley como violencia infantil). Y que cuando alguien necesitaba llorar durante horas, también se podía pero como a los demás nos dolían las orejas, tenía que ser en su cuarto para no molestar (cosa que yo también tengo que hacer a veces a mis casi 50).

Las explicaciones iban adecuándose según la edad, pero siempre se basaron en información real (decirles mentiras para explicar cosas, siempre será un accidente esperando a suceder) y el objetivo era que pudieran comprender la circunstancia para entender la razón por la que había, o no, que actuar de cierta manera. Hoy a sus 14 y 17, lo sigo haciendo. Sigo explicando con anticipación lo que va a pasar para que estén preparados y elijan, con conocimiento de causa, como actuar. No porque yo o su papá lo digamos, sino porque ellos lo comprenden.

Queremos hijos que sepan “hacer caso” cuando saben que eso es lo correcto, no cuando alguien más les diga que “hagan caso”.

Los niños no son estúpidos ¡solo son niños! los tenemos muy subestimados y no hemos entendido que la única diferencia entre una personita que se porta “bien o mal” son unos papás que lo hacen, también, “bien o mal”. 

Así de sencillo. 

Hay que tomarse el tiempo para educar y entender que, incluso cuando hacemos todo bien, también habrá días en que nuestros hijos se van a “portar mal” (idéntico que nosotros, por cierto) y que no pasa nada.

Ser falible es parte del ser humano y eso es algo que también les tenemos que permitir experimentar: aprender a equivocarse, a enmendar y a perdonarse cuando la riegan, no a sentirse fatal por haber fallado y pasarse la vida autoflagelándose. Equivocarse es parte del camino y es la única manera de aprender cualquier cosa.

Lo único que realmente «debe de ser» es que les enseñemos a reflexionar en lugar de  obedecer como sistema formativo. 

“Portarse mal” puede ser una gran decisión y es absolutamente necesario. Portarte mal con conocimiento de causa y estando listos para pagar las consecuencias, también se vale siempre y cuando no te lleves a nadie entre las patas. Y, además, no “hacer caso” es muchas veces el camino para descubrir nuevas maneras de hacer y la razón por la que la humanidad ha seguido evolucionando.

Así que piensen a futuro:

¿Quieren hijos que se pasen la vida obedeciendo a los demás porque así debe de ser?

¿O hijos que sepan cuestionar, reflexionar, entender las circunstancias y razones para tomar mejores decisiones y chance ser uno de esos que hagan que el mundo progrese?

El discurso bajo el que los eduquemos va a ser el que ellos se sigan repitiendo internamente toda su vida.

Revísenlo 😉

Otro tema de la autora: Hijos con hambre

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