Que dice la señora que siempre no

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Mi papá odiaba el frío y era ceeeeero deportista. Esa fue, probablemente, la razón por la que de todas las partes del mundo a las que nos llevó y las miles de vacaciones que planeó, esquiar nunca estuvo dentro de sus prioridades y que, por lo tanto, yo nunca aprendiera a esquiar.

Lo que sí me enseñó muy bien fue a ir por el mundo visitando a parientes y amigos y por eso, mi regalo de navidad para mis hijos y el Sponsor fueron unos boletos de avión a una montaña llena de nieve que es el lugar donde tienen la suerte de vivir unos muy queridos amigos.

El objetivo principal del viaje evidentemente era pasar tiempo con ellos, desconectarnos del mundo y, paralelamente, que los hijos hicieran sus pininos en eso de la esquiada. Así que con una maleta de ropa prestada para la ocasión y mucha ilusión, llegamos al paraíso invernal.

Yo, a diferencia de mi papá, amo el frío y si bien no soy la persona más deportista del planeta, puedo decir que me defiendo en algunas cosas incluso con todos mis defectos de fabricación y achaques colaterales. Fui con la intención de, yo también, deslizarme por las montañas. Me armé con todo el coco wash necesario para la ocasión: “nunca es tarde para empezar”, “todo está en la mente”, “siempre se puede”, “ganarse a sí mismo y vencer los miedos es el mejor sentimiento del planeta” y el día llegado, me presenté con toda la vestimenta y props necesarios para emprender la cruzada y “ganarme a mí misma”.

Lo que sucedió a continuación no puede, ni siquiera, llamarse un intento.

Me subí a los esquís para acercarme al lift (la silla colgante que te sube a la montaña, lo cual solito ya me parece un deporte de altísimo riesgo y hace que se me quiera salir el corazón de la garganta) y en el momento que sentí el movimiento de los esquís en la nieve (y sin previo aviso) mi angustia catastrófica galopante en su versión más ojete (que se llama ataque de pánico) se activó del 0 al 1,000.

Lo que he aprendido con los años, frente a los ataques de pánico, es que la solución para que pasen es variable. Y que si bien hay veces que lo que se tiene que hacer es respirar y tirarse a la alberca (o seguir subiendo escaleras como en esta columna) otras, en cambio, hay que saber escuchar las alarmas que prende tu corazón (y tu cuerpo) cuando te dice tan claramente: ¡no quiero hacer esto!

La delicia de hacerse viejo es que por fin estamos dispuestos (se supone) a escuchar esas alarmas e identificar cuándo nos podemos empujar un poco más y cuándo se vale decir: no, no quiero esquiar.

Mi yo de 30 hubiera seguido adelante para no quedar mal y tratado de hacerle caso a las amables personas a mi alrededor diciéndome: espérate, inténtalo, déjame explicarte, no te puedes bajar tan pronto, tienes que intentarlo, no sabes de lo que te pierdes y demases argumentos y porras propias de la ocasión (que agradezco enormemente, por cierto). Se hubiera subido al lift (de pésimas) y probablemente hubiera terminado bajando la montaña de pompas, absolutamente furiosa, arruinándoles a todos la experiencia en el camino. O chance no, chance hubiera logrado bajar con una dignidad moderada y  tratado de contener mi incomodidad y mi miedo. O amado totalmente la experiencia. Quién sabe…

Lo que sí sé es que lo que sentí en esos 2 minutos con los esquís puestos fue un miedo espeluznante. Y es que mi yo de casi 50, tiene mucho más que perder que la de 30 y sabe perfectamente bien que una mala caída le puede salir carísima y que los efectos a largo plazo pueden no estar tan divertidos. No les voy a enlistar la lista de cosas en mi cuerpo que están jodidas, pero digamos que son las suficientes para pensármela dos veces antes de hacer algo tan extremo.

Simultáneo al miedo, pude también detectar claramente otra emoción: certeza.

La certeza de que eso, lo de esquiar, era algo que definitivamente no quería ni siquiera intentar. Aunque todo el mundo opinara lo contrario. En el momento que le dije al Sponsor, sácame de aquí (de los esquís) me quedó absolutamente claro que eso, salirme de ahí, era exactamente lo que quería hacer y lo siguiente que sentí entonces… fue paz.

¡Qué pinche paz da por fin escucharse a uno mismo y tomar decisiones!

A veces la decisión es seguir, y otras en cambio, aprender a declinar sin importar lo que la humanidad piense al respecto.

Y es que si bien es indispensable romper nuestros límites también resulta primordial saber cuál es nuestro propio límite (porque irse tirando a todas las albercas nomás por convivir puede resultar una catástrofe en más de una manera) y eso es algo que solo se aprende con la edad. Bendita sea.

Crecemos pensando que decir no es de mala educación y por eso vamos por la vida haciendo cosas que no queremos hacer, estando en relaciones que no queremos estar y soportando situaciones que no tendríamos que soportar ¿Qué van a decir? ¿Qué van a pensar? ¡Ya estoy aquí! ¡Lo tengo que hacer! No puedo quedar mal. Qué oso ser la única que no va a esquiar…

La cosa es que no estamos aquí para complacer a los demás solo porque sí, especialmente si eso puede poner nuestra salud, nuestra espalda, o nuestra integridad, en riesgo. Y creo que eso es algo que a todos nos deberían de enseñar.

Si bien el día que subí millones de escaleras que no quería subir, aprendí muchas cosas (leer aquí) y le enseñé a mis hijos que a veces hay que enfrentarse a los miedos, esta vez espero haberles enseñado que también se vale dar un paso atrás cuando de lo único que estás seguro es de que no quieres hacer eso. Recalcular. Arrepentirse. Cambiar de opinión. Decir: me equivoqué, pensé que quería hacer esto o estar aquí, pero me acabo de dar cuenta de que en realidad no quiero.

Ojalá que ellos tarden menos de 50 años en ponerlo en práctica y no gasten tanto tiempo tratando de acomodarse a la agenda de los demás sabiendo decir sí cuando es sí y no cuando es no, en sus relaciones, en sus decisiones y en cualquier cosa que se les presente  en la vida.

Así que no, no esquié. Ni voy a esquiar jamás. Pero eso no me quitó la capacidad de gozar el paisaje, la oportunidad, el viaje, por supuesto la compañía, las ganas de regresar y muy especialmente la felicidad de mis hijos que gozaron de principio a fin cada momento de la experiencia y pueden ahora con orgullo y mérito propio (y gracias a 4 profesores maravillosos que no los tiene ni Obama) decir que ellos sí saben esquiar.

No cabe duda que hay edades para todo y que, ciertamente, nunca es tarde para empezar cualquier cosa, incluyendo aprender a decir que no, vivir en libertad y entender que, eso, también se llama resiliencia.

PD.Gracias a los Diegos, Mara y Pausi por todo su amor, toda su paciencia y toda su alegría. We´ll be back.

Otro tema de la autora: Pórtate bien

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