De transiciones y transformaciones políticas

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En décadas pasadas México tuvo un proceso de transición política. Todavía se discute cuándo inició esta transición, si en 1977 con la reforma electoral impulsada por Reyes Heroles, o en 1988 con el fraude electoral y sus efectos políticos; tampoco hay acuerdo si la transición terminó en 1997 al perder el PRI la mayoría absoluta en el Congreso de la Unión, o en 2000, al registrarse alternancia en la presidencia de la República.

A esta transición se le ha llamado “transición democrática” o “transición a la democracia” porque el objetivo explícito de quienes la impulsaron era arribar a la democracia, es decir, se trataba de transitar de un régimen autoritario a otro democrático. 

Si la democracia era el objetivo a alcanzar, el medio para lograrlo fue una sucesión de seis reformas electorales realizadas en 1977, 1986, 1990, 1993, 1994 y 1996, respectivamente, aun cuando hay autores que también incluyen las reformas electorales de 2008 y 2014.

En el ámbito electoral estas reformas lograron, en efecto, una transición exitosa, pasamos de un fuerte control electoral ejercido por el gobierno, a tener condiciones en las que básicamente se respeta el voto; transitamos de elecciones semicompetitivas a elecciones altamente competitivas, y de un sistema de partido hegemónico a un sistema de partidos pluralista.

La idea-fuerza que animaba esta transición consistía en que si se lograba que los procesos electorales fueran libres y justos, entonces se produciría alternancia en todos los niveles de gobierno y pluralismo en los órganos legislativos, y estos cambios producirían, a su vez, nuevos criterios en las políticas públicas, con lo que se generarían condiciones para solucionar los grandes problemas de México, tales como la pobreza, la desigualdad, el crecimiento económico, el rezago educativo, etc. La transición electoral haría las veces de motor democrático y democratizador del resto del sistema político, se suponía.

En el fondo, el criterio implícito era la consideración de que el problema era el PRI, sus gobiernos y sus aplastantes mayorías legislativas, y que si se lograba desplazarlo las soluciones estarían a la vista. Sin duda se trataba de una perspectiva demasiado optimista, con exageradas expectativas, pero en aquella época esa visión optimista era compartida por casi todos. 

Pues bien, se llevó a cabo la transición, pero ¿qué fue lo que transitó? Transitaron los partidos y el sistema de partidos; transitaron la legislación y las instituciones electorales, y transitaron los electores y las prácticas electorales, es decir, transitó el ámbito electoral y se logró la alternancia y el pluralismo, pero no transitaron otros importantes ámbitos del sistema político, que siguieron siendo inercialmente autoritarios. 

Ámbitos tan importantes como el empresarial, el sindical, el educativo, los medios de comunicación, la administración pública, la administración e impartición de justicia, la seguridad pública, el sistema de salud, el acatamiento a la legalidad y el estado de Derecho, el respeto a los derechos humanos, entre muchos otros, no tuvieron transiciones semejantes a la electoral.

Es más, algunos de ellos no sólo conservaron sus inercias no democráticas sino que acentuaron sus características autoritarias o bien alejadas del estado de Derecho. Muchos de estos ámbitos siguen esperando su respectiva transición, por lo que podemos concluir que la transición electoral, como supuesto motor democratizador del conjunto del sistema político, nos quedó a deber.   

Hoy no se habla de transiciones sino de transformaciones, en específico, de cuarta transformación. Aunque esta autodenominada Cuarta Transformación (4T) es ambigua en cuanto a los objetivos a alcanzar en su horizonte utópico, se puede colegir que su idea-fuerza es el combate a la corrupción

Y a semejanza de lo que ocurrió con la perspectiva optimista de la transición electoral, esta 4T pregona que la corrupción es el mayor mal de México y es la causa de los otros grandes males que aquejan a la nación. La 4T parece decir que si se acaba la corrupción, habrá recursos suficientes y su honrado y responsable gasto creará una suerte de “efecto dominó” que llevará a que empiecen a solucionarse el resto de los problemas del país.

Así como la transición electoral fue postulada, simplistamente, como la llave de las soluciones a los problemas de la patria, y nos quedó a deber, así también hoy el combate a la corrupción aparece como la varita mágica que nos llevará a una patria feliz y contenta. Otra vez, demasiado optimismo y demasiadas expectativas. La 4T también nos quedará a deber, ya nos está quedando a deber, y mucho. 

Otro texto del autor: ¿Ciudad de México o Departamento del Distrito Federal?

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