Por mi culpa, por mi gran culpa

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  • A Armando Chaguaceda, culpable de este artículo

Se dice que, al observar cómo se conducía Luis Echeverría en su campaña presidencial, Gustavo Díaz Ordaz le decía a su imagen en el espejo “pendejo, pendejo, pendejo”. Eran palabras de alguien que se arrepentía de haber tomado una mala decisión. 

En aquella campaña de 1970 el país se enteró de que Echeverría era una fuerza de la naturaleza, con una gran energía y, sobre todo, tenía bastantes opiniones – en términos generales – muy afines a la retórica izquierdista de aquella época, y por lo tanto en abierta contradicción con el conservadurismo protofascista de Díaz Ordaz. 

Lo notable es que Echeverría había trabajado bajo las órdenes directas de Díaz Ordaz desde 1958, y durante todo ese tiempo se cuidó de emitir opiniones propias y de mostrar intereses y preferencias que fueran diferentes a las de su jefazo. Lo hizo tan bien que pudo engañar a tan connotado paranoico como era Díaz Ordaz, quien nunca sospechó que su discreto subalterno era un bocazas con ideas propias. Echeverría fue tan efectivo en su estrategia taimada y silenciosa para llegar a la presidencia que Díaz Ordaz podría haberse disculpado con un creíble “no podía saberlo”.

No era el estilo de Díaz Ordaz, sin embargo. Sabemos que asumió la responsabilidad personal, ética, social, jurídica, política, histórica y creo que hasta gastronómica de los sucesos de 1968. Claro, cuando un autócrata asume la responsabilidad de algo en realidad no se expone a nada. Pero lo importante es la actitud. En este caso, él tomó una decisión equivocada con consecuencias nefastas para el país y, por eso, se reprochaba a sí mismo mientras enfrentaba la difícil tarea de afeitar su rostro carente de barbilla.

El peso de la responsabilidad que sentía Díaz Ordaz no era exagerado: bajo el sistema político de entonces, el presidente en funciones literalmente escogía a su sucesor. Si el sucesor sale malo (y Echeverría fue, en términos generales, tirando a pésimo), es culpa del único sujeto que tomó esa decisión. Más de 50 años después, vemos cómo un escritor de mediana fama, Jorge Volpi, recibe acusaciones que se le podrían haber hecho a Díaz Ordaz (o a Echeverría, quien tomó una decisión peor aún al elegir a su sucesor y al mirarse en el espejo sólo veía genialidad y buen juicio).

Volpi se mostró públicamente favorable a López Obrador en 2018 y llamó a votar por él. Sin embargo, hoy ha cambiado de opinión. Es bastante raro que Volpi sea cuestionado por aquellos que comparten su postura crítica actual. Se le reprocha haber sido “facilitador” del triunfo de López Obrador y se le exige que asuma su responsabilidad. 

Por ejemplo, un tuit dice: “los errores se pagan y las responsabilidades se asumen, esto ya lo sabe Jorge Volpi”. Además, se le exige que pida disculpas: “Discúlpate Volpi. Sin explicaciones, excusas o atenuantes. Solo discúlpate” y “Lo que tiene que hacer @jvolpi y demás panda de imbéciles que apoyaron el proyecto de la 4T y ahora se dicen sorprendidos, es pedir perdón”. También se le acusa de falta de autocrítica por no expresar arrepentimiento.

Pero Volpi no es Díaz Ordaz. Ni él ni nadie eligió por sí mismo a López Obrador. Elegido en condiciones democráticas, el presidente ganó por la acción conjunta de millones de personas, y ninguna de ellas tiene responsabilidad personal en el resultado de la elección. Se le exige a Volpi una disculpa, autocrítica, que se tome una selfie frente al espejo diciéndose “pendejo, pendejo, pendejo”. Pero, a diferencia de Díaz Ordaz, si Volpi hubiera apoyado a otro candidato López Obrador de todas formas sería presidente el día de hoy. El acto de contrición que se exige de él sería, de hecho, bastante ridículo. En una democracia nadie es “culpable” del resultado de una elección porque nadie decide unilateralmente quién es presidente. Por la misma razón, cambiar de opinión no debe ser tomado como arrepentimiento. 

Además, el cambio de opinión es la materia de la que surgen los cambios de gobierno en una democracia: sólo así las minorías se convierten en mayorías. En este sentido, la aritmética más básica indica que cualquier expectativa de la oposición para derrotar electoralmente a Morena pasará por conseguir que una cantidad importante de personas que en 2018 votaron por López Obrador ahora voten por ella. Por lo tanto, parece un desastre estratégico hacer que el cambio de opinión sea costoso al acompañarlo de una exigencia de disculpa.

Pero hay una cuestión adicional. Piénsese en Gibrán Ramírez, joven comentarista de Milenio, Televisa y Canal 11, que en su momento fue considerado como ideólogo de la 4T y al inicio del gobierno ocupó un cargo público acorde a su estatura intelectual. Él se pasó el inicio de la gestión de AMLO dedicando la potencia de sus ideas a insultar a los críticos del gobierno: “ruines, zopilotes, me dan asco” les dijo. 

Era especialmente afecto (siguiendo la interpretación de López Obrador) a comparar a la prensa actual con la prensa que, según él, ocasionó el derrocamiento de Madero. Gibrán cambió de opinión mucho, pero no antes de haber apostado por una facción de Morena que resultó perdedora. Este oportunismo descarado no puede ser de ningún provecho para la oposición. 

En cambio, Volpi y otros como él (Genaro Lozano ha sido muy mencionado, pero lo mismo podría decirse de Denise Dresser y Sergio Aguayo) son una buena carta para el debate público: personas que creyeron inicialmente en López Obrador, pero sin dogmatismos, y que al observar sus acciones y decisiones se convencieron de que no es una opción viable para resolver los problemas del país. En vez de someterlos al escarnio y a exigencias, deberían estar pensando en incluirlos en sus spots.

Otra colaboración del autor: Pasaste a mi lado

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