El reino de la discrecionalidad

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Este era un reino donde la última palabra la tenía el rey. Un rey parlanchín que contaba con una sólida base de apoyo popular, la cual era capaz de aplaudirle lo injustificable, con tal de no quedar exhibida ante sus opositores. Entre el barullo de su base y su propio ego, este rey no reparaba en las malas decisiones que tomaba, las cuales con frecuencia terminaban generándole costos altísimos a su pueblo. 

La mayoría de su pueblo sospechaba que el rey estaba enamorado del sonido de su propia voz y, por eso, aprovechaba cualquier oportunidad para hacer una conferencia, en la cual le daba la palabra a las y los reporteros que él decidía, pero si alguno le hacía una pregunta incómoda con frecuencia era expulsado del reino de la discrecionalidad, donde el servilismo ciego, disfrazado de lealtad, era premiado y los cuestionamientos desterrados. 

Cuando sus propios planes le salían mal, lo cual ocurría frecuentemente, lejos de ofrecer una explicación y enmendar, este rey se dedicaba a denostar a un presidente del pasado, con tal intensidad que su pueblo se preguntaba si no se trataba de una enferma obsesión. 

Como todo rey, éste también tenía bufones a su servicio, los cuales lo entretenían con actos cómicos o con trucos de magia, donde lo importante no era la calidad sino el entretenimiento. Nada tontos, estos bufones no hacían sus actividades gratis, por el contrario, tenían puestos con cargo al presupuesto público, de tal suerte que todo el pueblo tenía que financiar sus torpezas, aprobadas por el rey. 

Sin embargo, hay que reconocer que estos bufones por lo menos sí escenificaban un espectáculo patéticamente entretenido, el cual consistía en pelearse entre ellos, por demostrar quién era el favorito del rey. Pobres, nunca entendieron que el rey solo tenía un favorito: él mismo. 

Este rey tenía conductas y dichos muy particulares, los cuales eran alabados por su base y desquiciaban a sus detractores, pero lo verdaderamente peligroso de este rey no era su verborrea o su estilo personal o su familia, sino su desprecio por la democracia, de tal suerte que desde el poder político la debilitaba. Ese era el verdadero peligro que no todos en el pueblo lograban ver con claridad. 

La democracia en la que vivía el pueblo no era perfecta, por el contrario, durante décadas permitió la existencia de excesos inadmisibles y fomentó que unos ricos fueran mucho más ricos y muchos pobres no tuvieran nada de nada. Sin embargo, el antídoto para una democracia rota no es el reino de la discrecionalidad, pero eso era lo único que en la vida real ofrecía este rey. 

En el reino de la discrecionalidad, el rey distraía a su pueblo de la inaplazable tarea de construir una democracia más participativa, equitativa, transparente, y en donde el enfrentamiento entre ciudadanos no fuese la nota distintiva. 

Pero la mente de este rey no entendía la diferencia entre autoritarismo y protagonismo. Incluso este rey era el primero en alentar el enfrentamiento de unos contra otros, ya que eso mantenía a la gente distraída de sus inacciones de gobierno. 

En el reino de la discrecionalidad, el rey sentía una gran repulsión y desprecio por la ley, aunque cuando le convenía, la esgrimía como excusa para su propia incompetencia. 

En el reino de la discrecionalidad, este rey emitía órdenes ejecutivas con las cuales prohibía acciones que la ley permitía, pero que a él no le gustaban o no le convenían o no podía cumplirlas, por lo que su pueblo tenía que dejar de hacer sus actividades ordinarias y presentar mecanismos de protección a la constitución, para que los jueces tomaran cartas en asunto y pudiesen otorgar suspensiones a dichas órdenes ejecutivas. 

Y aunque el Poder Judicial intentaba representar un contrapeso a los excesos del rey, éste tuvo la oportunidad de meterle mano a la Suprema Corte de Justicia, de tal suerte que su huella se notará durante varios lustros. 

Con los medios de comunicación la relación también estaba polarizada. Este rey decidía cuáles eran los medios auténticos y cuáles los falsos. Y desde el poder político se dedicaba a fomentar unos y enmudecer a otros, al punto que su pueblo se preguntaba si todos los problemas del país ya estaban solucionados para que el rey le dedicara tantas horas al tema que ya a todos les había quedado claro: cuales eran los medios auténticos y cuáles los falsos, según el rey. 

Este era un reino donde la última palabra la tenía el rey. Un rey dicharachero que contaba con una sólida base de apoyo popular, la cual era capaz de aplaudirle lo injustificable con tal de no quedar exhibida ante sus opositores… Hasta que sus opositores se cansaron, se organizaron y votaron. 

Pronto se irá ese rey, que hizo de la discrecionalidad su lenguaje cotidiano. Otra buena noticia: por primera vez en la historia de ese país será vicepresidenta una mujer. 

Otro título del autor: Ahí viene el (¿nuevo?) presidente

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