Alcahuetes autónomos

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Los malditos órganos autónomos del Estado. Esas instituciones tan caras, tan neoliberales, que el gobierno de López Obrador tanto detesta, como el INE, el Instituto Nacional de Transparencia, la Comisión Reguladora de Energía, entre muchas otras.

El presidente no ha tenido mucho pudor en dejarnos claro que no sabe para qué sirven estas instituciones, por qué fueron creadas o cuál es su rol en la gobernanza. Lo único que sabe es que son caras, y que, según él, no sirven “al pueblo”.

¿Y qué hacen estas instituciones? Contrario a lo que piensa el mandatario, en realidad sí sirven a la sociedad, y tienen objetivos muy claros: garantizar elecciones limpias o evitar la opacidad del gobierno, por ejemplo.

Pero también cumplen con roles cruciales para el funcionamiento del país. Evitan prácticas monopólicas, garantizan que los alimentos y medicinas que recibimos sean realmente lo que dicen ser, y tienen el rol crucial de evitar abusos de poder, ya sea político y económico.

Lo que no se entiende es por qué López Obrador las odia tanto. Las considera traicioneras e inútiles, sin realmente saber qué hacen. Sobre todo, parece olvidar, después de décadas en la oposición, que fue justo desde ahí que se promovió su existencia.

Con todos los defectos que pueda tener, el INE nos ha dado elecciones confiables. No es el INE, en todo caso, quién hace fraude: son los candidatos. Y las salvaguardas que ha creado el entramado constitucional nos han ayudado a que al menos las trampas de los políticos no sean definitivas en cambiar las decisiones de la voluntad popular. Fue por eso que se le quitó a la Secretaría de Gobernación el control electoral, que nuestro querido Manuel Bartlett usó para el famoso fraude electoral de 1988, hoy olvidado.

El INAI, como sabemos, obliga al gobierno a transparentar sus gastos y contratos. Ha sido crucial en el combate a la corrupción, que aún existe, pero al menos ya tenemos derecho de preguntar al gobierno. Sabemos que la opacidad es la marca de la llamada Cuarta Transformación, y quizá por eso le irrita tanto.

Hemos visto también, en esta administración, un proceso de colonización de los distintos órganos autónomos. Hoy es difícil creer que el Tribunal Electoral es libre, ya que todas las decisiones que toma están alineadas con el Ejecutivo.

La Suprema Corte de Justicia también se ha ido llenando de personas afines al gobierno, poniendo en duda su verdadera capacidad de funcionar como un contrapeso del poder. Y el Congreso ni se diga: votan las leyes que vienen del Palacio sin siquiera leerlas.

Lo mismo con la Comisión Nacional de Derechos Humanos, que debería jugar un rol crucial en limitar los abusos que las fuerzas armadas pueden llevar a cabo con impunidad contra la gente. Colocó ahí a una incondicional, Rosario Piedra, y aún así se ha visto obligada a emitir una serie de recomendaciones contra el gobierno. Sin embargo, ha sido ignorada.

Los organismos autónomos surgen tras largas luchas de grupos de oposición para limitar el poder presidencial, y evitar abusos de los grandes grupos económicos. Buscan equilibrar una balanza que siempre se inclina a favor de los poderosos y no a favor de la sociedad, o el pueblo, como le llama López Obrador.

Pero si el “pueblo” no sabe para qué son, como el mismo presidente tampoco lo sabe, ¿por qué habrían de existir? 

Esto es más delicado de lo que parece. La fábrica que compone nuestra tambaleante democracia depende de contrapesos, de entes que puedan limitar el poder, controlar el gasto, asegurar la competencia. Que puedan supervisar los procesos del gobierno y que nos permitan saber qué está pasando con el dinero de toda la gente.

La intención expresa del presidente de desmontar la autonomía es una grave decisión. Detenerlo dependerá de la prensa democrática y de la ciudadanía informada. No hacerlo, nos pondrá en el peligroso camino del autoritarismo.

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