La banalidad del mal

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Nos gusta recordar los horrores de otros tiempos, condenándolos y denunciando a naciones que vivieron momentos de locura, permitiendo que pasaran muchas atrocidades. Así recordamos por ejemplo el Holocausto judío a manos de los nazis: un momento de delirio generalizado, de líderes enloquecidos y de una sociedad que o no se enteraba o no se quería enterar. Pero nos equivocamos en algo: esos tiempos de crueldad extrema y de indolencia generalizada aún están vigentes.

Porque esto está pasando en México. Está pasando todos los días. Y debería horrorizarnos: es en las pilas de cuerpos torturados, mutilados y descuartizados es donde el crimen organizado transmite sus amenazas contra otros grupos, gobernantes y la sociedad civil.

Es un evento constante, que lleva décadas, pero que no se detiene. La violencia extrema convertida en un sistema de comunicación, intimidación y demostración de fuerza. La forma más salvaje de mostrar hombría y poder. El uso del horror como mecanismo de control.

Las últimas semanas han sido escandalosas. En la madrugada del 6 de enero, diez cuerpos con señas de tortura fueron abandonados en una camioneta afuera del Palacio de Gobierno de Zacatecas. Es una historia que la gente de ese estado ha visto una y otra vez: cadáveres colgados de puentes, con mensajes amenazantes que aparecen una y otra vez. 

Poco tiempo después veríamos una escena similar en Veracruz.

Estos horrores ya los habíamos conocido muchas veces el año pasado en Michoacán, Tamaulipas, Oaxaca y hasta en la Ciudad de México. De hecho, ningún estado de la República Mexicana terminó el 2021 sin hallar cuerpos torturados en su territorio. Una epidemia de algo que va más allá de la violencia: es una epidemia de atrocidades.

El gobierno federal y los de las entidades, por supuesto, hacen lo que hacen mejor: echarle la culpa al pasado. Y no es que los gobiernos anteriores no la tengan. Esto empezó hace muchos años. Pero sí es responsabilidad de este gobierno hoy hacer algo al respecto. Y están fracasando.

En lo que va del sexenio ha habido decenas de masacres que dejan 40, 30, 20 muertos. Se han hallado más de 520 fosas clandestinas y muchos campos de exterminio usados para asesinatos en masa. Hemos visto una y otra vez casos de tremenda osadía de los delincuentes, que saben que no tienen por qué temer a la justicia.

Hemos sabido de muchos posibles casos de alianzas de gobernantes con algunos grupos delictivos para combatir a otros. Y es curioso, porque cuándo se supo del horror del genocidio contra los judíos en Europa la sociedad se conmovió, mirando hacia el pasado con indignación. 

Pero fue Hanna Ardent, la sobreviviente de un campo de concentración y filósofa política, la que hizo un diagnóstico de este fenómeno: es la banalidad del mal, dijo. Fue ampliamente criticada porque se pensó que minimizaba la maldad de los asesinos, pero en realidad tenía razón. Ella lo que defendía es que estas personas, capaces de actos de crueldad indescriptibles, de grotescas acciones son, al final, solo gente que vive en un mundo en que pueden hacer eso. Porque somos una sociedad en la que la empatía, nuestra capacidad de ponernos en el lugar de alguien más, es casi nula. Así, podemos ver las imágenes de horror, los cadáveres torturados, y solo pensamos que tal vez se lo buscaron, que es una lástima pero ni modo.

Así, entre la paralización y falta de estrategia de las autoridades, la colusión de algunas con grupos criminales y la absoluta indolencia de la sociedad, quienes torturan, violan y matan, presumiendo sus crímenes, están a salvo.

Como periodistas hemos documentado decenas de historias de feminicidios, homicidios, fosas comunes y centros de exterminio. Hemos hablado con sobrevivientes y víctimas, y hemos visto lo mismo una y otra vez: la justicia y el sistema no les responden. Les revictimizan, les ignoran, les abandonan.

Y esto es justo la banalidad del mal: algo que ya es parte del horizonte, que aceptamos en silencio y sin indignación.

Quizá ese es el mayor logro de los criminales y de las autoridades. Unos siguen operando, otros siguen ganando elecciones. En tanto, los cadáveres se siguen apilando.

Mientras, miramos en silencio.

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