Hay un concepto del que somos pobres y que nos hace falta: la empatía. Esto es la capacidad de ponernos en el lugar de otras personas, conectar con sus emociones y entenderlas. Es un acto de unión social crucial que escasea en México. Y sobre todo, le hace falta a nuestro gobierno.
Por supuesto, podemos decir muchas cosas del gobierno de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, pero nunca podremos decir que fueran empáticos. Estaban desconectados de la gente y se sentían como gobernantes distantes.
Lo que no deja de sorprender es que esta administración tampoco tiene la menor capacidad de conectar con las demandas de la sociedad y de la gente. Pero va aún más lejos: es un gobierno que se burla, que satiriza a los descontentos y que sonríe mientras habla de los muertos.
Irma Eréndira Sandoval, la secretaria de la Función Pública, podría ser un buen ejemplo de esta desconexión emocional que el gobierno tiene con la sociedad.
Su comentario fue un eco de algo que el presidente López Obrador dijo hace meses, pero que al menos tuvo la cautela de no volver a decir. Celebra en un momento en que nuestro país ya está lejos del llamado “escenario catastrófico” que anunció Hugo López-Gatell si llegásemos a los 60 mil muertos por COVID-19.
El subsecretario de Salud también se mantiene en su línea: asegura que se ha hecho todo bien, que todo va de acuerdo al plan, y que toda crítica es producto de la maldad política de algunos. Después de haber negado la importancia de algo tan elemental como los cubrebocas, ahora considera que los medios deberían ser los responsables de promoverlos. Una desconexión total con la realidad.
Estamos ya por arriba de los cien mil muertos por COVID-19, y probablemente son muchos más. Y sin embargo, la actitud del gobierno sigue siendo la misma: es algo que les ayuda a desmontar lo que entienden como neoliberalismo o la corrupción, y las críticas son tan solo una molesta herramienta de adversarios y conservadores para deslegitimar la labor del gobierno.
El desprecio a los enfermos y muertos ha sido una constante. El día en que se volvió oficial que había 100 mil muertos por la COVID-19, el presidente puso en sus redes sociales un alegre video hablando de béisbol. Al mismo tiempo, otra vez, la culpa es de los medios, que hacen lo que llama “amarillismo” al informar de la dimensión de la pandemia.
Pero no es el único caso. Lo sucedido con las inundaciones de Tabasco y el sureste mexicano fueron otra muestra del desapego de nuestro gobernante con el dolor de la gente. Primero, pospuso ir a visitar a los damnificados lo más posible, mientras que el gobernador, que es de Morena, acusaba a Manuel Bartlett de abrir las presas y destruir las comunidades.
Así de leal es López Obrador con Bartlett, defendiendo su decisión.
La decisión que no se tomó, sin embargo, fue evacuarlos antes de inundarlos; la decisión que no se tomó fue darles refugio y apoyo antes de ahogar a sus pueblos. Esa frialdad, y la tranquilidad con la que se transmitió, es quizá de las más claras muestras de un gobierno enajenado, que ya no ve ni escucha, que ya no siente los problemas de la gente.
Esos son solo un par de ejemplos. Tenemos también a la violencia feminicida, a las víctimas de la actividad criminal, a las pequeñas empresas familiares que se han desvanecido sin apoyo del Estado ante la crisis económica, a los niños con cáncer.
Lo irónico es que este es el gobierno del pueblo, nos dicen. El gobierno cercano a la gente. El que les representa, el que vino a hacer de sus vidas un lugar mejor.
La pandemia no es culpa de López Obrador, pero el manejo de ella sí. Los huracanes no son culpa del gobierno, pero la decisión de quién se sacrifica cae sobre él.
A la clase política siempre le ha faltado empatía. No le es rentable. Pero es la cualidad fundamental que nuestro país necesita para crecer con justicia.
Este gobierno, con toda su retórica, será uno más en la larga lista de administraciones que simplemente no pusieron a la gente primero.
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