Inclusivos

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Las palabras importan. La forma en que nos referimos a la gente define en gran medida nuestra percepción de la realidad y la forma en que nos relacionamos con los demás. 

Así, en las últimas décadas, ha habido una profunda movilización para ajustar nuestro lenguaje y adaptarlo a los nuevos tiempos, en los que ser racista, misógino o discriminador ya no debe ser aceptado.

Y eso está muy bien, porque ha fomentado la sensibilización social respecto a términos que son estigmatizantes contra diversos sectores de la sociedad. Nos ha obligado a hacernos cargo de nuestras palabras e interiorizar que muchas veces, aún sin darnos cuenta, estábamos invisibilizando o discriminando a la gente.

Porqué la lógica es que “las personas van primero”, y nunca debemos definirlos por su sexo, preferencias, raza, cuerpo y demás. Esto ha empujado al uso de términos políticamente correctos o neutros para caracterizar a diversos sectores sociales.

Pero es algo que debemos analizar porque tiene sus problemas. Es importante abordarlos porque de lo contrario corremos el riesgo de lograr el efecto contrario al que se busca: una sociedad que respete a todas las personas.

En el contexto del Día Internacional de la Mujer, por ejemplo, se hacen visibles dos cosas claves: una, que el lenguaje inclusivo llegó para quedarse y siempre debiésemos construir nuestra discursiva con eso presente. No se vale borrarlas del debate, dejarlas fuera o juzgarlas por ser mujeres.

Pero hay otro lado. Fue hace más de veinte años cuando un presidente, Vicente Fox, empezó a usar su versión del lenguaje inclusivo: mexicanos y mexicanas, niñas y niños, etc. Sin embargo, y a pesar de todo el tiempo que ha pasado, muchas cosas en nuestra sociedad no han cambiado. 

Seguimos en una crisis feminicida, la violencia y el acoso contra ellas no se ha reducido sustantivamente. Siguen siendo tratadas como objetos por muchos hombres, ganan menos que nosotros y cargan con la mayor parte del peso de los cuidados en los hogares.

Hemos, en la lógica políticamente correcta, cambiado “indigentes” por “persona en situación de calle”. Lo cual está muy bien, suena más bonito, pero ¿qué problema le está resolviendo el cambio de término a la gente en esa situación? ¿Qué políticas públicas han mejorado realmente sus vidas gracias a eso?

Hay otro problema, controversial, que hay que abordar: la autocensura y con ella, la radicalización. Porque la idea del lenguaje políticamente correcto es moderar a las personas en sus actitudes y pensamientos, pero ha tenido el efecto contrario en algunos lugares. Por ejemplo,  en ciertas universidades de Estados Unidos, la implementación forzada de lenguaje “no ofensivo”, en lugar de empujar a las personas conservadoras a repensar sus visiones, las ha hecho sentirse censuradas y eso las ha empujado a radicalizarse hacia la ultra derecha, el racismo y la misoginia.

Hay casos ridículos. PETA, la organización animalista, quiere cambiar frases como “agarrar el toro por los cuernos” por “agarrar la rosa por las espinas”, ya que le parece estigmatizante. 

El hecho clave es que es correcto que ajustemos nuestro lenguaje siempre tratando de respetar a las personas y no violentar la forma en que se autodescriben. Pero es un error autocomplaciente pensar que solo porque usamos los términos correctos la realidad de esos grupos va a cambiar. 

Tenemos que garantizar una vida libre de violencia para las mujeres; tenemos que asegurar que sin importar nuestra raza, origen o características seamos dejado de lado. Eso va mucho más allá del lenguaje: nos demanda exigir un cambio social que va demasiado lento, mucho más lento que el cambio de términos. 

El lenguaje es un ente en perpetua evolución, en general adaptándose a los tiempos y no al revés. Si queremos que tenga sentido este esfuerzo, tenemos que buscar adaptar los tiempos al lenguaje.

Eso le exige a la sociedad, pero también le exige al gobierno. 

Hay que hacernos cargo.

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